domingo, noviembre 06, 2005

III
EL PERÍODO ENTRE LA PRIMERA Y LA SEGUNDA GUERRA PÚNICA
Los mercenarios cartagineses, que tan mal resultado dieron durante la guerra, lo dieron peor después de ella. Los 20.000 de Sicilia que volvieron a África, se amotinaron por falta de pagas, que Cartago no quería darles sino por plazos y con disminuciones. El movimiento se convirtió pronto en rebelión, y Cartago tuvo en ellos que combatir a un ejército enemigo. Lo que hizo más terrible el conflicto fue la participación que en él tomaron las poblaciones sometidas a Cartago, en favor de los insurrectos, capitaneados éstos por dos famosos jefes, Spendio, un tránsfuga de la Campania, y Mathos, un guerrero de Libia, que esparcieron el terror por toda el África cartaginesa, y pusieron en peligro la existencia misma de Cartago. Ésta mandó contra ellos a Annón, uno de los campeones de su dominante aristocracia; pero su ineptitud y el aumento del peligro obligaron bien pronto a los gobernantes a recurrir al brazo de su adversario Amílcar Barca, a quien costó tres años el acabar con la rebelión. El último en deponer las armas fue el valiente Mathos; vencido en una batalla decisiva, lleváronle entre cadenas a Cartago, donde expió con el suplicio su fiera bravura.
La revuelta africana tuvo en el exterior su repercusión. Los mercenarios que formaban el presidio cartaginés de Cerdeña, al anuncio del levantamiento de sus compañeros de África se rebelaron también contra sus jefes, y los hicieron alejarse. Pero esta revuelta resultó bien amarga para sus autores. Los sardos, aprovechando la anarquía de las guarniciones de la isla, se sublevaron a su vez, dieron muerte a sus guardianes y libertad a la patria. Redención efímera; Roma, que había dejado libres, después de su triunfo, a los mercenarios, cuando estos fueron expulsados mandó una armada para apoderarse de Cerdeña; y a Cartago, que protestaba contra la usurpación, respondió el Senado que la Cerdeña ya no le pertenecía, y le volvió a declarar la guerra. Puesto en tal aprieto, el gobierno cartaginés renunció a su dominio, y se sometió al pagar 1.2000 talentos en pena de la protesta. Esto aconteció el año 516 (238 antes de Jesucristo); pero algunos más costó a Roma la reducción definitiva de lo sardos a su obediencia, y no menos áspero le dio la resistencia de los corsos, ayudada por las montañas de su suelo.
La conquista de las tres mayores islas del Mediterráneo dio a Roma ocasión para introducir en su organización político-social el sistema provincial, que debía en el porvenir tener universal desarrollo. Y a medida que este sistema se extiende, revélase su contraste con el sistema itálico hasta allí seguido; si bien uno y otro tuvieron como objeto el dar súbditos a Roma. Pero la proporción de esta ciudadanía fue harto diversa, y en esta diversidad consistió esencialmente el contraste. La primera que lo experimentó fue Sicilia. A excepción de Mesina, con quien Roma había concluído, en 489 (265 antes de Jesucristo), un tratado de alianza, y del reino siracusano de Gerón, que se libraron porque, suscitando la envidia de los otros, mantenían encendida la tea de la discordia entre ellos, todo el resto de la isla fue constituído en un praedium populi romani. Su suelo fue conceptuado de jure, como ager publicus, de manera que apareció como acto generoso el conservar su disfrute a los poseedores, exigiéndoles solo la décima parte de los productos. Los comerciantes tuvieron también su impueston (portorium), que consistió en el 5 por 100 del valor de sus mercancías. La recaudación de las rentas provinciales de toda especie se adjudicó a los publicani, raza odiosa, que debía hacer aborrecible el nombre romano donde quiera que Roma crease súbditos, y promover la corrupción del régimen republicano.
Cuando la sumisión de la Cerdeña y de la Córcega fue completa, se deliberó para constituir las dos provincias bajo la jurisdicción de magistrados especiales. Y aquí surgió la diferencia entre el sistema itálico y el provincial; en aquel imperan y administran los cónsules; en este los pretores. Hasta el año 512 (242 antes de Jesucristo), Roma no había tenido sino un solo pretor, que hacía justicia y mandaba a la vez el ejército, siendo magistrado con Imperio. En el año 512 se creó un segundo pretor, llamado praetor peregrinus para distinguirlo del otro, que se llamaba urbanus. Esto fue ordenado, más que en servicio de la justicia, en el de la milicia, para aumentar el número de los jefes y evitar el frecuente recurso de la dictadura. En el 527 (227 antes de Jesucristo) el número de los pretores fue aumentado a cuatro, dos de los cuales se destinaron a la administración de las provincias insulares. La Italia empezó entonces a sentirse en una condición privilegiada, y esto elevó el nivel político y moral de los ciudadanos.
Pero la conquista de la Cerdeña y la Córcega no fue ni la sola ni la principal empresa por Roma cumplida en el período de respiro que le dejó Cartago. Las puertas de Jano, que por primera y última vez, durante la época republicana, se habían cerrado el año 519 (235 antes de Jesucristo), se volvieron a abrir al grito de guerra que llamaba a las legiones romanas a Occidente. Apenas estaban sometidas las dos islas, cuando se alzó nueva voz belicosa en el opuesto mar; eran los epirotas y los isleños jónicos, invocando el socorro de Roma contra los piratas ilíricos, que, después de haber infestado las costas helénicas, habían invadido el Epiro y apoderádose de sus lugares marítimos más importantes.
Fue un momento histórico fecundo para el porvenir del poder romano aquel en que los mensajeros de Grecia y de Epiro llegaron a la gran metrópolis itálica pidiendo su protección (525-229 antes de Jesucristo). Este paso confesaba su impotencia y la abdicación de su independencia; porque el pedir la protección de Roma equivalía a reconocer su soberanía. Bastó la presencia de una armada romana en las aguas del Epiro para que el enjambre ilírico desapareciese, a lo que contribuyó el haberse puesto Demetrio de Faro (hoy isla de Hvar, Croacia), señor de Corcira la Negra (Corfú) de parte de los romanos. La regente Teuta, forzada a huir de su capital Scodra (hoy Shkodër, Albania), fue obligada en breve a aceptar las durísimas condiciones que los cónsules le impusieron, a saber: el restablecimiento de las antiguas fronteras; el pago de un tributo, y la obligación de no mandar naves de guerra al Mediodía de Lisso (cerca de Scodra). Los lugares cedidos fueron dados a Demetrio en su calidad de aliado con Roma. Los etolios y los aqueos tributaron grandes honores a los enviados de la República que fueron a comunicarels oficialmente el tratado. Corinto los admitió a tomar parte en los juegos ístmicos, y Atenas confirió al pueblo romano la ciudadanía honoraria, y su admisión a los misterios de Eleusis; era el anuncio precursos de la servidumbre helénica. (526-228 antes de Jesucristo).


Apenas terminada la guerra ilírica, Roma debió prepararse a otra lucha sobre el suelo itálico. Los galos de la Cisalpina, tranquilos durante medio siglo, se alzaron el año 529 (225 antes de Jesucristo) nuevamente en armas, y pusieron a Roma en grande agitación. La razón de este repentino alzamiento fue una ley agraria propuesta por el tribuno Cayo Flaminio, y votada por las tribus a pesar de la oposición del Senado. Aquella ley mandaba el reparto entre los ciudadanos más pobres de las tierras que en el año 471 (283 antes de Jesucristo) habían sido tomadas a los senonios. No era el espíritu demagógico quien había llevado al jefe de la oposición contra la nobleza a proponer aquella medida. El donativo de 20.000 modios de trigo que el rey Gerón hizo al pueblo romano con ocasión de su viaje a Roma (519-235 antes de Jesucristo), manifiesta la miseria que oprimía a la clase proletaria, y la oposición hecha por la nobleza a la ley Flaminia demuestra el espíritu de avaricia que en aquella clase dominaba y sus incipientes tendencias oligárquicas. La ley Flaminia tenía también un objeto político, que era el reforzar la frontera de la Galia Cisalpina poblándola de gente itálica. Los galos miraron esto como una amenaza a su independencia, y de aquí su improviso levantamiento en armas contra Roma; pero, conocedores del poder de las armas romanas, buscaron del lado allá de los Alpes un auxiliar famoso por su valor y ardimiento: era el pueblo de los gesates, que habitaban la región del alto Ródano.

Aunque Roma estuviese ya habituada a las grandes guerras, los colosales aprestos gálicos le inspiraron grande aprensión, que la superstición vino a alimentar: un oráculo anunció que los galos ocuparían el suelo romano, y el Senado, para desmentir el augurio, hizo enterrar vivos en el Foro a dos galos de distinto sexo: así la superstición hacía suministro de la barbarie, para resultar inofensiva. El censo ordenado en víspera de la guerra gálica, de todos los hombres útiles para las armas en la península itálica, atestigua también la gran excitación moral de la ciudad. Este censo dio cifras tranquilizadoras: Roma supo por él que podía oponer a los bárbaros 699.200 infantes y 69.100 caballos. Mandó al campo 149.200 de los primeros y 7.600 de los segundos: 29.200 eran legionarios; los otros, aliados. Entre estos últimos se contaban 20.000 entre vénetos y cenomanos, fieles los últimos a Roma aún en la hora en que se debía decidir la suerte de su propia nación. El ejército activo fue dividido en tres cuerpos: el uno, mandado por el cónsul Emilio Papo, tomó posición en la costa del Adriático cerca de Ariminum: el otro, con su colega Cayo Atilio, fue a Cerdeña para tener en respeto a aquellos fieros isleños y estar prontos a acudir a Etruria. El tercer cuerpo, bajo el mando de un pretor, se situó en la frontera de Etruria.

La hueste gálica componíase de 70.000 hombres: 50.000 infantes y 20.000, parte a caballo y parte sobre carros. Más resueltos que expertos, los bárbaros se dejaron a la espalda los dos ejércitos enemigos, evitando su encuentro, y avanzaron hasta Clusio. De allí había partido Breno ciento sesenta y cinco años antes; allí se detuvieron los nuevos jefes galos. Sabedores de que los dos ejércitos romanos se aproximaban, fueron a buscar al pretoriano antes de que pudiera unirse al consular; y hallándolo cerca de los montes que cierran el valla de Chiana, hacia Siena, lo deshicieron.

Satisfechos con este éxito, estaban los galos desandando su camino para llevar a su patria presas y prisioneros, cuando cerca del cabo Telamón se encontraron con el otro ejército consular, vuelto de su expedición a Cerdeña; y no solo les fue preciso aceptar la batalla, sino hacer doble frente a las dos fuerzas que los estrechaban. Los gesates y los insubrios hicieron cara al cónsul Emilio; los boios, al cónsul Atilio. Por una y otra parte se combatió con gran fiereza, y los gesates, medio desnudos y sin armas de defensa, señaláronse particularmente por sus gritos salvajes y su furor. La victoria quedó, sin embargo, por las legiones, superiores en número y armas a la hueste bárbara, y que tenían también sobre ella la inestimable ventaja de la disciplina; 40.000 bárbaros cayeron en tierra, y 10.000 quedaron prisioneros. Los vencedores perdieron a uno de los cónsules, Atilio: su colega vengó su muerte llevando su ejército victorioso a saquear las tierras de los boios, después de lo cual volvió triunfante a Roma (529-225 antes de Jesucristo).

Pero todo no era más que el preludio de un terrible drama. La conquista de la Cisalpina llegó entonces a ser el principal objetivo de la polìtica del Senado, y los cónsules de los años sucesivos no apartaron su atención del valle del Po. Los primeros en sufrir los efectos de la deseada conquista fueron los boios. Al aparecer allí los dos ejércitos consulares de T. Manlio Torcuato y Q. Fulvio Flacco, aquel pueblo, un día tan fiero, se sometió sin resistencia (530-224 antes de Jesucristo). Al año siguiente tocó el turno a los insubrios. El adversario de los nobles, C. Flaminio, había conseguido hacerse elegir cónsul; y él fue quien con su colega Publio Furio, pasó el Po y atacó a los insubrios. Obligado empero, por la resistencia que en ellos encontraron, a reponer sus fuerzas entre los cenomanos, volvió con éstos y derrotó a los insubrios en la orilla del Oglio.

La reclamación del Senado, que para deshacerse de él había impugnado la legalidad de su elección con el pretexto de falsos auspicios, impidió a Flaminio acabar de conquistar el país; y ni aun la batalla hubiera ganado, si no se hubiera negado, como lo hizo, a recibir antes de ella las noticias que el mensajero del Senado le traía: venció, pues, a despecho del Senado, y después dimitió. La sumisión del país fue completada el año siguiente (532-222 antes de Jesucristo) por el cónsul M. Claudio Marcelo, que tuvo la fortuna de dar muerte por su propia mano en la jornada de Clastidium (moderna Casteggio) al jefe y rey de los gesates Virdomar, cuyos despojos consagró a Júpiter Feretrio.

Con la caída de Mediolanum (Milán) la conquista de la Galia Cisalpina fue completa; pero era todavía poco sólida, y solo la influencia de las luchas interiores puede explicar la lentitud de las providencias que para asegurarla se tomaron. Después de la toma de Mediolanum fueron creadas las dos colonias latinas de Placentia (Piacenza) y Cremona (536-218 antes de Jesucristo), y esta resolución debióse a la insistencia de Flaminio.

Este Flaminio, que con su ley agraria había provocado la guerra gálica, y con su victoria preparó la conquista de la Galia Transpadana, fue por quince años el alma de la oposición democrática contra la naciente oligarquía. Mas ni como tribuno, ni como cónsul, ni como censor dejóse nunca dominar por las malas pasiones que hicieron siempre infausto el poder de los demagogos. Su oposición fue de principios y no de personas, y ninguno de sus enemigos recibió de él, cuando ejerció como censor (534-220 antes de Jesucristo), daño o molestia. Dejó, en cambio, un insigne monumento de su laboriosidad patriótica en la vía Flaminia (trazada por el modelo de la Appia), que conducía desde Roma a Ariminum. La guerra de Aníbal impuso por fin silencio a los partidos, cuyas iras debían volver a agitarse cuando ya el Mediterráneo fuese un lago romano.

Los veintitrés años que habían transcurrido después de la paz entre Roma y Cartago, no se emplearon ciertamente sin fruto para esta República. También ella, como su rival, los había invertido en una guerra de conquista. Por una y otra parte se había obrado contra la independencia de las poblaciones célticas; contra los galos de Italia y los celtíberos de Hispania, que fueron las víctimas de su respectiva ambición. Pero la invasión de Cartago ni siquiera se justificaba con la ocasión que llevó a las legiones romanas al valle del Po; su empresa fue una verdadera rapiña. Mas acerca de esto se dividieron las opiniones de los antiguos, y los modernos no han logrado todavía ponerse de acuerdo. La controversia gira sobre estos dos puntos: ¿fue la conquista de Hispania decidida para obtener con ella la compensación de las perdidas islas, o para volver la lucha contra Roma, haciendo a Hispania su basa de operaciones? Polibio, que esto sostiene, se deja acaso inducir por los hechos, sin tener en cuenta las circunstancia que los produjeron. Para él, Asdrúbal y Aníbal no son más que ejecutores del designio de Amílcar, interrumpido por la muerte, y sobre quien, de este modo, recae toda la responsabilidad. El examen de los hechos no legitima este juicio. Sea o no cierta la noticia que nos da Polibio sobre el juramento hecho prestar por Amílcar a su joven hijo para proseguir la empresa hispánica y no ser jamás amigo de los romanos, todo hace creer que la renovación de la guerra contra Roma, y la invasión de Italia, fueron obra del mismo Aníbal; de otro modo no se comprende la política seguida por su cuñado y sucesor en el mando, Asdrúbal, que consistía en establecer relaciones de amistad entre Roma y Cartago, con el mutuo reconocimiento de sus nuevos dominios. Por esto consintió la estipulación de un tratado en que Cartago se obligaba a no avanzar más allá del Ebro, y a dejar en paz a Sagunto y las otras ciudades helénicas de la península. Roma, por su parte, reconocía el dominio cartaginés sobe Iberia.

La vía Flaminia

Mas de todos modos, y cualesquiera que fuesen los fines de la empresa, lo que no deja duda es la anormalidad de las condiciones con que fue conducida. Amílcar Barca fue a Hispania más como dictador que como general de la república. No obtuvo, empero, esta privilegiada posición, peligrosa para las instituciones republicanas, sin ser combatido por la oposición de quien solo su prestigio sobre el pueblo cartaginés le hizo triunfar, con el recuerdo de haber sido el que venciera la rebelión de los mercenarios, dando a su patria paz y seguridad.

Amílcar tuvo por nueve años el mando del ejército de Hispania. Su fin, como su vivir, fue el de un héroe; murió sobre el campo de batalla, asegurando con su sacrificio la victoria de los suyos (526-228 antes de Jesucristo). No se conocen circunstanciadamente los resultados de su gestión, pero pueden juzgarse por una serie de datos que se pueden apreciar como su consecuencia; el primero entre ellos es el rápido ensanche que tomó la conquista bajo su sucesor Asdrúbal, quien la extendió, más por negociaciones que por las armas, hasta el Ebro. Tomó Asdrúbal por esposa la hija de un rey ibérico, para introducir su familia en la nacionalidad de los indígenas y captarse mejor su obediencia. En sitio favorecido por la naturaleza, junto a uno de los puertos mayores y más seguros del Mediterráneo, casi a mitad de camino entre las Columnas de Hércules y el Ebro, y vecina a ricas minas argentíferas, Asdrúbal formó la capital de la nueva Iberia, y la llamó Nova Carthago (moderna Cartagena), para confirmar la posición autónoma del nuevo reino, y proclamar la futura independencia de Cartago. Pero la precoz muerte de Asdrúbal, que pereció en el año 533 (221 antes de Jesucristo), víctima de una venganza privada, y la nueva política seguida por su sucesor, impidieron que el anuncio se realizase y cambiaron la futura suerte de Hispania.

Y esta influencia de los Barcidios sobre vencedores y vencidos, que a pesar de sus tendencias dinásticas llegó hasta la misma Cartago manteniendo la preponderancia del partido militar, fue también una consecuencia de los grandes éxitos de la empresa de Amílcar; como lo fue asimismo que el ejército, no solo pudiese, durante todo el perído de la conquista, bastarse a sí mismo, sino ayudar a Cartago para pagar a Roma, sin gravar con nuevas exacciones a los ciudadanos ni mermar el Erario público. Y, ¿qué diremos del afecto del ejército hacia la familia de su gran capitán? Asdrúbal y Aníbal recibieron sucesivamente el mando supremo por elección de los soldados; y los magistrados de Cartago tuvieron que acatar la voluntad del ejército para no acarrearse su venganza.

Amílcar Barca, conquistador de Iberia

II
PRIMERA GUERRA PÚNICA
Plutarco hace decir a Pirro que dejaba a romanos y cartagineses en la Sicilia un teatro magnífico para sus luchas futuras. La importancia histórica de este juicio, fuese o no expresado, consiste en que la gran lucha entre las dos repúblicas fue una consecuencia necesaria del desarrollo de su poder. Fallida la empresa del rey epirota, Roma venía a ser la heredera natural de su política. Pirro había asumido el patronato de los griegos de Italia, como sus connacionales; Roma asumió el patronato de los griegos de Sicilia, como soberana de sus connacionales en la península itálica. En estos conflictos la cuestión de los mamertinos no entra sino como causa ocasional; la causa determinante existía sin ellos, y la lucha hubiese estallado igualmente sin que ellos hubiesen aparecido en la escena.
Estos mamertinos (guerreros de Mamerte, forma osca de Marte) eran mercenarios italiotas llevados a sueldo por Agatocles. Muerto éste (465-289 antes de Jesucristo) quedaron sin paga y sin jefe; y de aquí su idea de arrojarse sobre Mesina y hacerse dueños de ella. Siracusa los combatió, y Cartago se asoció a ella en la empresa. Los mercenarios intentaron resistir a uno y otro enemigo; pero, vencidos en batalla por Gerón, perdieron el ánimo y fueron en busca de un aliado, es decir, de un protector. En la elección se dividieron; un bando se declaró por Cartago, y halló modo de hacer entrar un cuerpo de milicias cartaginesas en la ciudadela; el otro bando pidió el socorro de Roma. El honrado Polibio nos describe la vacilación del Senado para acoger una demanda que tocaba al honor y a la dignidad de la gran República. Los romanos no podían olvidar que los mamertinos se habían apoderado de Mesina por medio de una traición que ellos habían rigurosamente castigado en los campanios de Reggio. Pero esta consideración no podía ser motivo de perplejidad para un Estado que había excluído la moral de la política, y en cuyas resoluciones pesaba únicamente el interés de la República. Este interés, sin embargo, explicaba la vacilación; el Senado sabía que una guerra con Cartago era provocar un porvenir dudoso; y por esto no quiso resolver por sí solo, y llevó la cuestión a la asamblea del pueblo. Decidida la intervención, el gobierno, que había tardado en deliberar, no tardó en obrar con grande energía y prontitud para seguir la resolución tomada; y antes de que Cartago y Siracusa se pudiesen concertar entre sí, un ejército consular, conducido por Appio Claudio Caudice, y transportado en naves suministradas por Nápoles, Tarento y Locri, se encontraba ya en Reggio (490-264 antes de Jesucristo).
La desconfianza que existía entre los dos enemigos, coaligados por un precario interés, ofreció modo a Appio para dar batalla a Gerón sin que los cartagineses viniesen en su ayuda. Lo venció; sacó con una estratagema a los de Cartago fuera del castillo de Mesina, y se hizo dueño de la ciudad. Desde allí marchó sobre Siracusa para forzar a Gerón a unirse a Roma; pero éste, que confiaba en el auxilio de Cartago, se defendió bravamente.
En la segunda campaña se renovó con mayores proporciones el contraste entre la energía y presteza de Roma y la inacción de Cartago. El Senado mandó a Sicilia dos ejércitos consulares, capitaneados por M. Otacilio Crasso y M. Valerio Máximo, los que se apoderaron, sin combatir, de sesenta y siete lugares de la isla. Entonces Gerón aceptó la alianza y la protección de Roma por quince años, al precio de cien talentos anuales. Esta alianza dio a Roma la estimable ventaja de poder en adelante contar con los soldados de Siracusa para el refuerzo de sus legiones, como contaba con la valentía de su soberano, y con el interés que éste tenía en mantener contra Cartago el poder romano en la isla.
En el tercer año de la guerra salió al fin Cartago de su inacción. Una armada, bajo el mando de Annón, fue mandada a Cerdeña para bloquear las costas de Italia; una segunda flota, conducida por Aníbal Giscón, apareció en Agrigento. Era esta la principal ciudad de la Sicilia cartaginesa; Aníbal hizo de ella su plaza de armas, y en ella entró su ejército de 50.000 hombres. Esperaba con esto asegurar su salvación, porque los cónsules L. Postumio Negello y Q. Mamilio Vitulo, enviados para completar la conquista de Sicilia, unieron sus fuerzas en torno de Agrigento, y estando la ciudad distante cerca de tres kilómetros del mar pudieron bloquearla. Entonces comprendió Aníbal el error de haber aglomerado tanta gente. Pocos meses después sintieron los asediados las molestias de la carestía, mientras los asediantes eran largamente provistos por Gerón. Todas las esperanzas de aquellos se volvieron hacia Annón, el cual llegó, en efecto; pero tardó dos meses en presentar batalla a los romanos, y no se resolvió hasta que los de la ciudad se encontraron en el último extremo. Annón consiguió romper el bloqueo, pero no pudo salvar a Agrigento, porque, batido en el campo, se encaminó con las avanzadas de su ejército a Heraclea, mientras que los vencedores entraban en la ciudad. Roma quedaba victoriosa en el interior; mas para serlo en toda Sicilia, era menester poseer una escuadra y afrontar a Cartago también sobre el mar.
Es insensato pensar que el Senado no hubiese previsto esta necesidad. Desde el momento en que la empresa siciliana fue resuelta, la posesión de una flota se imponía como condición precisa; y si esta flota no apareció hasta el cuarto año de la guerra, fue por dos razones: la primera, la imposibilidad de improvisarla; la segunda, que la conquista de la parte interior de la Sicilia no imponía su inmediata organización.
Sobre el origen del poder naval de Roma han fantaseado mucho los antiguos historiadores. Según la tradición, la flota romana que ganó la victoria de Milae (Milazzo), fue construída en dos meses. Esta tradición nace indudablemente de un concepto exagerado respecto a la habilidad del gobierno romano. Concediendo que no se hubiese pensado en la escuadra durante los primeros tiempos de la guerra siciliana, siempre queda el intervalo de año y medio entre la toma de Agrigento y el alistamiento de la escuadra; a cuyo propósito se ha de observar que la transformación de una potencia continental en marítima es un hecho bastante admirable para que sea necesario recurrir sobre él a la ficción, y darle la aureola del milagro. Roma no disponía sino de los restos de las marinas de guerra etrusca y griega, y no pudo formar una marina nacional. De Siracusa obtuvo los primeros quinquerremes; pero lo que no recibió de nadie fueron los barcos llamados corvi; creación suya de inestimable importancia. Hasta entonces la táctica naval consistía en herir el flanco de las naves enemigas con los espolones de hierro que cada buque llevaba en la proa bajo la línea de flotación. La maniobra estribaba, por tanto, en la rapidez y destreza de los movimientos; y por esto la tripulación se componía solo de remeros. Roma encontró el medio de llevar también en sus naves sus legionarios, convirtiendo la lucha naval en una especie de acción campal. Y este efecto se obtuvo por medio de puentes volantes, provistos de arpones férreos llamados corvos, los cuales, lanzados sobre la nave enemiga en el acto de llegar junto a ella, la inmovilizaban. De esta manera paralizábase el esfuerzo de los remeros, que tenían que luchar con los asaltadores trasbordados a su buque por medio del puente. Así se explica el gran número de embarcaciones perdidas por Cartago en su primero encuentro naval con las de Roma; y de este modo a la inventora de los elefantes respondía la inventora de los corvos, que convirtieron en llanto la desdeñosa risa con que el enemigo saludó a las naves romanas, a causa de su construcción grosera.
El cónsul que tuvo el honor de ganar la primera victoria naval sobre los cartagineses, fue C. Duilio. Su flota componíase de 120 buques (20 trirremes y 100 quinquerremes); la flota enemiga, mandada por Aníbal Giscón, el desdichado defensor de Agrigento, contaba 130. La batalla decisiva se libró a la vista de Milae, cerca de Mesina; los cartagineses perdieron 80 naves, y su jefe se salvó a duras penas en un bote. Roma celebró extraordinariamente, y con gran razón, el gran suceso, que era el primer paso de su futuro imperio sobre el Mediterráneo. Duilio obtuvo el inusitado honor de un triunfo naval, y el privilegio de ser acompañado todas las noches hasta su casa por una música, como si cada día ganase una victoria; y para perpetuar el recuerdo de la de Milae, se erigió en el Foro una columna adornada con los espolones de las naves enemigas, y con una inscripción que explicaba el monumento.
La batalla de Milae no bastó a cambiar la situación de ambas partes; pero si sus efectos materiales duraron poco, los morales fueron de muy distinta importancia. Roma sintió que podía contrastar a Cartago el dominio del Mediterráneo, y resolvió los grandes preparativos que hizo durante los tres años siguientes para poner su flota a nivel de la enemiga; y de aquí también su resolución de llevar a África el teatro de la guerra y combatir a Cartago en su propio suelo.
Las 120 naves se aumentaron hasta 330; y embarcando en ellas cuatro legiones, mandó Roma el año 498 (256 antes de Jesucristo) esta formidable armada al África. Conducíanla los cónsules L. Manlio Volson y M. Atilio Régulo. Cartago, por su parte, se preparaba a recibirla. La flota romana había ya pasado el cabo Pachino, y navegaba hacia Occidente a lo largo de la costa de Sicilia, cuando, a la vista del monte Ecnomo (Licata), la armada enemiga se presentó a cerrarle el paso. Contaba esta 350 barcos, y la mandaban Annón y Amílcar.
Los cónsules dividieron su flota en cuatro escuadras; las tres primeras formando un triángulo; la cuarta, de reserva, formando paralela a la base del triángulo mismo. Las dos navces de los almirantes, colocadas en el vértice, abrieron el combate atacando el centro de la línea enemiga, cuyas naves retrocedieron, como se les tenía ordenado para el caso; y al perseguirlas los cónsules, dejaron dividida su flota en tres partes, porque la tercera escuadra, con el impedimento de los transportes que llevaba a remolque, no pudo seguir las operaciones de las otras dos; y así se vio plenamente cumplido el designio de los almirantes cartagineses de romper la masa compacta del enemigo. Pero no se cumplió con provecho; porque mientras las dos últimas escuadras de corvos se defendían vigorosamente contra las dos alas de la flota cartaginesa que corrieron a embestirlas, las escuadras consulares desbarataban el centro enemigo, y llegaban todavía a tiempo para asegurar la victoria de aquellas. En esta batalla perdieron los cartagineses 94 buques, y solo 24 los romanos. Y entonces éstos pudieron llegar a la costa de África sin obstáculo alguno.


En tanto que los vencidos de Ecnomo se hallaban a la defensa de Cartago ante el Golfo, los cónsules desembarcaron al Oriente del cabo de Mercurio (cabo Bon), y se apoderaron de Clipea, donde establecieron su base de operaciones. Los indígenas los recibieron como a libertadores, lo que dio a los jefes tal confianza en el buen éxito de la empresa, que uno de ellos, Manlio, partió, dejando en África a Régulo con 40 naves, 15.000 infantes y 500 caballos. Pero aún más temeraria que esta partida de uno de los cónsules, fue la petición hecha por el otro a Cartago cuando ésta, aterrada por la caída de Túnez, le pidió la paz. Régulo exigió la cesión de Sicilia y Cerdeña; el pago de los gastos de la guerra y un tributo anual; el compromiso de no hacer paz ni guerra sin permiso de Roma; la devolución de los prisioneros sin rescate, y el rescate de los de Cartago; y, por fin, la renuncia a tener una armada propia. Pretendió, pues, Régulo que Cartago dejase de ser un Estado independiente, sin calcular las fuerzas de que aquella república podían aún disponer, y los prodigios que podría obrar un pueblo ofendido para salvar el honor y la independencia de su patria. Cayó entonces Cartago en el antagonismo de los partidos, y el pensamiento de todos se volvió hacia el propósito de crear una infantería que pudiese hacer frente a las legiones. Un estratégico espartano, llamado Jantipo, recibió el encargo de formarla e instruirla en los principios del arte bélico de Grecia. Y los efectos de esta reforma militar se manifestaron en el primer encuentro con Régulo, que fue derrotado y hecho prisionero pudiendo solo salvarse en Clipea 2.000 de sus soldados; así desmentía Cartago el juicio humillante que su enemigo había formado de sus fuerzas. Roma renunció entonces a toda nueva empresa africana, limitando sus aspiraciones a la conquista de Sicilia. Pero en África quedaban aún los salvados en Clipea, y para recogerlos se mandó la flota de 350 naves. Los cartagineses, creyendo que aquella flota iba a vengar la derrota de Régulo, intentaron cerrarle el paso en el cabo de Mercurio; mas la tentativa les acarreó un nuevo desastre; de 200 naves perdieron 114; y, a pesar de todo, Cartago tuvo que darse por contenta, porque los cónsules, fieles a su mandato, no cambiaron el objeto de su expedición, y embarcando a los soldados de Régulo, hicieron rumbo a Sicilia.

Pero les sobrevino un terrible desastre; una gran tempestad sorprendió a la flota en Pachino, y casi la destruyó toda; solo 80 naves se salvaron. Esto confirmó a Roma en su propósito de limitar sus operaciones de guerra a la empresa siciliana; y para reducir las ciudades marítimas de la isla, que habían quedado bajo el dominio de Cartago, puso por obra la reconstrucción de la armada, que se aumentó hasta 220 naves. Enérgica resolución que dio sus frutos; en 500 (354 antes de Jesucristo), Panormo (Palermo) fue tomada a los cartagineses, cuyo dominio en Sicilia se redujo en breve a las dos plazas furtes de Lilibea y Deprano (Trapani); progresos de la conquista romana, a que habían contribuído las disidencias renacidas en Cartago entre sus dos partidos, y que dieron lugar a la expulsión de Jantipo, y a su violento fin, si ha de creerse a Appiano.

En el año 503 (251 antes de Jesucristo), Cartago se movió al fin; una armada conducida por Asdrúbal apareció en las aguas de Panormo. Defendía la ciudad el cónsul L. Cecilio Metello. Asdrúbal cometió la imprudencia de acercarse a los muros, exponiendo los elefantes a las saetas de los arqueros, y se repitió en Panormo lo de Heraclea en la guerra contra Pirro; los elefantes asaeteados se arrojaron furiosos sobre sus propias gentes, llevando la confusión y ruina; y en medio de este desorden del campo enemigo, Metello lo asaltó y desbarató, apoderándose de muchos de aquellos brutos, que sirvieron a los romanos de nuevo y útil espectáculo en el Circo.

Este nuevo desastre desalentó a los cartagineses; el partido de la paz volvió a prevalecer en los consejos de la República, que mandó a Roma una legación para pedirla y tratar de negociar el cambio de los prisioneros (504-250 antes de Jesucristo). La tradición hace ir en esta legación al cautivo Atilio; y uno de los grandes poetas latinos, Horacio Flacco, sacó de este relato inspiración para una oda patriótica. La crítica, sin embargo, ha suscitado fundadas dudas sobre la veracidad de la tradición. El silencio que dos historiadores tan importantes como Polibio y Diodoro guardan respecto a ella, hace la duda legítima; y otros ejemplos análogos de la historia tradicional, dan lugar a creer que solo una ficción orgullosa inspiró tal relato, como inspiró los de Coclite y Scévola. Pero sea cual sea su veracidad, no deja de tener importancia histórica, puesto que nos pinta la grandeza y la abnegación del patriotismo romano, idealizadas en el acto magnánimo de Régulo.

No habiéndose entendido los negociadores, volvióse con nuevo vigor a la guerra. Roma destinó a la conquista de las fortalezas de Lilibea y Drepano, todavía en poder de Cartago, una flota de 300 naves y dos ejércitos consulares (504 de Roma). Pero la fuerte resistencia encontrada en Lilibea, cuya guarnición mandaba el valeroso Imilcon, les obligó a renunciar al asalto, y se limitaron a cercar la plaza.

Los sucesos del año inmediato demostraron lo inconveniente del cambio anual de los jefes del ejército en guerras lejanas. Los nuevos cónsules P. Claudio Pulcro, hijo del Cieco, y L. Giunio Pullo, ocasionaron a Roma con su impericia dos desastres que hubieran podido tener consecuencias irreparables si Cartago hubiese sabido aprovecharse de ellos. El primero de dichos cónsules, en una tentativa para sorprender a Deprano, se dejó atacar a retaguardia por el comandante de la plaza, Aderbal, que destruyó su flota, de cuyos 123 buques solo 30 pudieron salvarse. Al dejar su puesto, el Senado le condenó a pena capital por el acto sacrílego que cometió la víspera de la batalla haciendo arrojar al mar las aves sagradas, cuando le fue anunciado que se resistían a comer. "¡Que beban!", dijo a los augures. Además Pulcro había ofendido la dignidad de los magistrados romanos, cuando respondió a la invitación del Senado para nombrar un dictador, eligiendo a su copista Glicio. Un temporal ocurrido al tiempo que las centurias se reunían para deliberar, impidió el proceso; mas Pulcro no salió libre de toda pena, porque, citado ante las tribus, fue condenado a una multa de 120.000 ases.

El otro cónsul, Pullo, encargado de conducir de Siracusa a Lilibea un convoy de víveres para aprovisionar a los sitiadores, se dejó sorprender por Cartalón, lugarteniente de Aderbal, que le arrebató gran parte de lo que custodiaba. Otra tempestad completó el desastre; buques de guerra y flota fueron, en su mayor parte también, presa de las olas.

La calma que dura luego durante seis años en las operaciones militares, fue consecuencia del temor causado en Roma por los desastres del 505 (249 antes de Jesucristo). Mas por fortuna, en aquel tiempo los adversarios de la guerra habían vuelto a dominar en Cartago; y ésta hizo poco o nada para aprovecharse del desmayo de su rival, y se limitó a mandar gran golpe de mercenarios, capitaneados por Amílcar Barca, con objeto de molestar al enemigo con correrías y depredaciones, más bien que de arrojarlo de Sicilia. La guerra se convirtió, pues, en guerrilla y piratería. Amílcar Barca, padre del gran Aníbal y discípulo de Jantipo, perteneciente a la nobleza cartaginesa, no debió recibir muy satisfecho esta misión de corsario; la aceptó, sin embargo, y cumplió con generosa constancia, deseoso de abrirse el camino para otras empresas militares más dignas de su nombre y más útiles a la patria.

Durante tres años este montañés, situado con su banda en el monte Ercte (hoy Pellegrino), bajó incesantemente sobre Palermo y la costa, molestando incansable al enemigo y manteniendo a sus secuaces con las presas de sus excursiones. Al cuarto año trasladó su campo a Erice, para proteger a Drepano contra los daños que le causaba la guarnición del templo de Venus, sobre el monte del mismo nombre; la guerra, entonces, dice Polibio, pareció, por sus proporciones y procedimientos, más bien un pugilato de dos atletas que una lucha entre dos naciones.

Pero la paciencia de Roma se agotó al fin, sintiéndose humillada por una manera de combatir que hería el prestigio de las fuerzas romanas y la dignidad de la República. La resolución romada por la nobleza en el 511 (243 antes de Jesucristo) para construir a expensas propias una nueva flota, renunciando a toda indemnización si la empresa no prosperaba, apresuró el glorioso resultado. Jamás victoria alguna fue más dignamente obtenida que la que puso término a esta guerra. En las islas Egades volvió a triunfar el patriotismo de la gran nación. En el otoño del 511, el cónsul C. Lutacio Cátulo fue mandado con 200 quinquerremes a las aguas de Sicilia para intentar un golpe decisivo sobre Erice y Drepano, y librar batalla al enemigo si se presentaba. Se presentó en las islas islas Egades, y fue deshecho; 50 de sus naves fueron echadas a pique, y 70 cayeron en poder de los vencedores.

Este nuevo desastre dio el último golpe a las esperanzas de Cartago, y con la esperanza perdió el valor de proseguir una guerra que acumulaba tantos sacrificios sobre el país, sin compensación alguna. El propio general Amílcar aconsejó a su gobierno hacer la paz, y este consejo fue seguido con entusiasmo. Roma aprovechó el abatimiento de la rival vencida, para agravar las condiciones pactadas entre el cónsul Cátulo y Amílcar. En ellas se estipulaba el abandono de Sicilia por Cartago, y el pago de 2.200 talentos por indemnización de guerra: los comicios romanos aumentaron esta cifra en 1.000 talentos, y el gobierno cartaginés aceptó. En la paz fueron comprendidos los aliados de ambas repúblicas.

Así terminaba, después de veinte años de duración, la primera guerra púnica. Roma, aunque victoriosa, no sacó gran fruto de sus enseñanzas, y más tarde veremos las consecuencias de no haberlas meditado. Tocó prácticamente la insuficiencia de sus instituciones en el seno del creciente desarrollo de un Estado que, llegado a ser itálico, se hallaba en la alternativa de ser universal, o de sucumbir. Porque si la brevedad del mando supremo era una garantía para el régimen republicano, era también un grave obstáculo para el buen éxito de las empresas militares, que ya revestían tan grandes proporciones. El remedio de la prorogatio imperii no era siempre eficaz; la misma razón que había conservado inmutable la duración anual del poder consular, impidió que las prórrogas se concedieran con frecuencia; fueron, en rigor, una medida excepcional, cuando lo que se necesitaba era una reforma orgánica.

Visión idílica desde el monte Pellegrino, antiguo Ercte

Fortuna fue de Roma heber tenido que combatir contra un Estado que no era guerrero sino en cuanto convenía a sus intereses comerciales. En Cartago, el espíritu mercantil dominaba tanto a la ambición como al deseo de gloria; y esto la hacía carecer de los recursos morales que el patriotismo encierra, y que en ciertos momentos críticos pueden obrar prodigios levantando al heroísmo todo un pueblo. Y Roma poseía toda esta gran fuerza hasta un grado nunca visto en nación alguna.

La misma Atenas, que asombró al mundo en la guerra contra los persas, no solo se mostró incapaz de sumisión cuando se trató de hacer grande y poderosa a la Grecia, sino que prestó su propia mano para hacer pedazos la mísera patria, y entregarla como fácil presa al extranjero.

Roma no se olvidó, concluída la guerra, de sus aliados itálicos, que le habían dado tan alta prueba de fidelidad en el grave y largo conflicto. para premiarlos, concedió el voto a muchas ciudades que no lo tenían, e inscribió a los nuevos ciudadanos en dos tribus, la Velina y la Quirina, con las cuales subió a treinta y cinco el número de aquellas, que ya fue inalterable. La creación de estas tribus fue hecha en el año 513 (241 antes de Jesucristo), bajo la censura de C. Aurelio Cotta y M. Fabio Buteón. El censo de aquel año dio 260.000 capita civium, o sea cerca de 32.000 ciudadanos menos que en el año 489 (265 antes de Jesucristo). Esta diferencia nos da la medida del sacrificio de vidas humanas que había costado el dominio de la Sicilia.

Mosaico encontrado en Útica que representa a Diana

jueves, noviembre 03, 2005


CAPÍTULO VI
ROMA CONQUISTADORA DEL MUNDO
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Cartago.-Primera guerra púnica.-El período entre la primera y la segunda guerra púnica.-Guerra de Aníbal.-Última guerra galo-romana.-Guerras romanas en Oriente.-Últimas guerras cartaginesa e hispánica.-Ordenación de las provincias.
I
CARTAGO
Llegamos a la época del gran duelo entre Roma y Cartago, es decir, entre los dos más grandes poderes del antiguo Occidente, que por serlo así imprimieron a su contienda una importancia histórico-universal. No se trató, en efecto, únicamente en aquella gran lucha del dominio sobre Sicilia y demás islas occidentales, sino sobre el de toda la extensión del Mediterráneo. El problema, pues, que la guerra debía resolver, se planteaba en estos términos: ¿de quién sería al fin la dominación occidental, de Roma o de Cartago? Y siendo a la vez aquellas dos repúblicas las representantes de dos estirpes, la ariana y la semítica, la lucha romano-cartaginesa debía también resolver el problema de la dirección de la cultura occidental por los arios o por los semitas. Pero antes de entrar en la narración de la gran contienda, debemos adquirir el posible conocimiento de aquella Cartago, de quien hasta aquí solo hemos hablado incidentalmente.
Cartago se asentaba en la costa occidental del moderno golfo tunecino, sobre una lengua de tierra unida por un istmo a una de las más fértiles regiones del África septentrional. Sobre la misma costa, del lado del Mediodía, y a la distancia de unos 20 kilómetros, se alzaba Túnez; y en la dirección occidental, a la distancia de 40 kilómetros, Útica; ambas de origen fenicio. El territorio cartaginés comprendía al golfo entero, y se extendía por Poniente hasta la Numidia, y por Levante hasta el mar y el desierto.
Cuando Cartago fue fundada, ya los fenicios habían poblado el Occidente con sus colonias, que eran a la vez sus factorías. Útica en el África, cerca de la embocadura del Bagradas (hoy Majardah), y Gades (Cádiz) en Hispania, eran las más importantes y las más antiguas de estas colonias, los dos emporios del comercio cartaginés, y los grandes depósitos de su industria metalúrgica, en cuya riqueza la península ibérica había sustituído a la antigua Cólquida.
Cartago tuvo diverso origen que las otras colonias fenicias; creada la última de ellas, debió su existencia a razones políticas y no comerciales. Sangrientas discordias nacidas en Tiro, llevaron lejos de la madre patria al elemento aristocrático, que fue el vencido. La tradición da por jefe a estos emigrantes la viuda del gran sacerdote de Melkart, que fue cabeza de la aristocracia, y murió a manos de su cuñado, usurpador del trono (¿813 antes de Jesucristo?). Y sea o no cierto, fue en verdad una feliz inspiración la que guió a estos emigrantes para escoger el lugar en que fundaron su nueva patria; y aunque aquella elección no hubiese sido sugerida por designio comercial alguno, la naturaleza del sitio y la posición de la nueva ciudad, habrían hecho necesariamente de Cartago el emporio del comercio occidental.
Sin embargo, durante los tres primeros siglos los cartagineses resistieron a la seductora situación de su patria; y en todo aquel largo período de tiempo toda su grande actividad fue dedicada a extender y asegurar su territorio africano. Y en este primer período de su vida fue cuando ensancharon su dominio desde la Numidia hasta la pequeña Sirte.
Los sucesos interiores indujeron por fin a los cartagineses a salir del continente africano y a lanzarse al mar. El tridecenal sitio de Tiro (obra de Nabucodonosor), en la primera mitad del siglo VI, produjo otra corriente de emigración fenicia; pero esta vez los fugitivos no eran emigrados políticos ni aristócratas, sino comerciantes e industriales que iban en busca de otro suelo en que ejercitar sus tráficos, ya que se les negaba el suelo de la patria.
Y este nuevo suelo fue Cartago; la que, al impulso de aquellas nuevas fuerzas, tendió las alas fuera de su nido y echó las bases de su marítimo poderío. Cuando Cartago cambió así de política, dos naciones se contrastaban el dominio del Mediterráneo occidental: los etruscos y los griegos. Cartago aprovechó aquella rivalidad para unirse con aquella de las dos naciones que no le ofrecía conflictos de intereses; y se alió con Etruria. La primera en sentir los efectos de esta alianza fue Massalia (Marsella), metrópoli de las colonias griegas en Occidente: en una sola jornada naval fue batida (218-536 antes de Jesucristo). Cartago recogió el mayor fruto de la empresa: la gran factoría marsellesa de Alalia, en Córcega, fue suya; y merced a esta adquisición fue también a sus manos todo el comercio de la isla. Animada por el feliz éxito de sus primeras armas, la República pensó en más grandes cosas. Magón le conquistó la Cerdeña y las Baleares, animándola a soñar asimismo con el dominio de Sicilia, la mayor y más fértil de las islas itálicas, y tan vecina a ella, que desde su propia casa veía sus montes y límites. Pero la primera prueba fue contraria; en Imera (274-480 antes de Jesucristo) sufrió tan terrible derrota por los griegos isleños, que durante siete años no volvió a pensar en hacerla suya.
Una reconstrucción de Cartago y sus magníficos puertos
Después, la misma Sicilia le invitó a ello. Segesta le pidió auxilio contra Selinunte (344-410 antes de Jesucristo). Esta ciudad vio entonces su último día, y con ella desapareció también Imera, destruída por venganza; y sobre las ruinas de estas poblaciones surgió la Sicilia cartaginesa, con Agrigento por capital. Siracusa entorpeció los progresos de esta nueva potencia, y aquella magnánima ciudad pagó con graves desgracias internas la misión nacional que había cumplido. Porque cuando el fuerte brazo de Agatocles faltó, y sus nuevas esperanzas puestas en Pirro fueron ahogadas por las derrotas de éste, la gallardía de Siracusa para hacer frente a tanto rival, decayó. La Sicilia estaba amenazada de ser provincia de Cartago; dos solas de sus ciudades faltaban para completar su conquista: Siracusa y Mesina. Y en este momento decisivo Cartago vio delante de sí una nueva rival: era Roma.
Antes de conocer como se produjo la intervención romana en los asuntos de Sicilia, debemos dar ligera idea de la organización interna de Cartago, que nos explicará el triste resultado que para ella tuvo su gran lucha con Roma.
Desconócese casi por completo la organización política del Estado cartaginés, y se ignora también como se coordinaban entre ellos, respecto a las atribuciones propias, los tres cuerpos o colegios de los Sofetim, del Senato y de los Cento, que representaban los tres poderes supremos de la nación. Esta ignorancia no nos impide, sin embargo, juzgar en su esencia la índole de las instituciones y del gobierno de aquella República. Traen estas instituciones su origen del doble elemento que compuso aquella ciudadanía; el elemento primitivo, militar por su naturaleza; y el comercial, después de la caída de Tiro, que se le unió luego. Bajo el imperio de estos dos elementos vino a ser Cartago una república comercial y conquistadora. Pero estos dos elementos no podían al cabo seguir procediendo mucho tiempo de acuerdo; había entre ellos un germen de conflicto, que debía ser fuente de discordias civiles y obstáculo al progresivo desarrollo del Estado. Los primeros síntomas de este antagonismo se manifestaron ya en los primeros pasos de la política comercial de Cartago; la aristocracia, temiendo que se le escapase el poder ante la creciente influencia de la democracia sobre el Senato y los Sofetim, creó un tercer poder con el cuerpo de los Cento, destinado a dominar todas las influencias rivales. La democracia, por su parte, se rehizo de esta especie de deminutio capitis (pérdida de derechos), introduciendo la costumbre de que los generales fuesen continuamente acompañados en la guerra por una diputación de senadores, bajo pretexto de asistirlos en la conclusión de los tratados de paz, pero con el fin oculto de vigilar su conducta. Y el rigor inhumano con que son tratados por Cartago los generales vencidos, revela bien claramente la aversión profunda del partido de los comerciantes hacia el militar, representado por la aristocracia. Cuando estallaron las guerras púnicas, el dualismo político-social era un hecho fatal para la República, y fácil es reconocer lo siniestramente que había de influir en el procedimiento y en los resultados de aquellas guerras. Otras razones perjudiciales conspiraron a engendrar estos resultados; la primera, la composición del ejército cartaginés; en él se hallaban los libios, recogidos en los territorios africanos de Cartago, y los númidas, hispanos, galos y griegos, pagados por la República. Cartagineses había entre ellos bien pocos, porque la mayor parte los reclamaban para sí el comercio y la marinería. Esta última particularmente tenía entonces necesidad de un gran número de hombres; una nave trirreme contaba de 150 a 180 remeros; una quinquerreme de 250 a 300; una flota, por tanto, de 300 buques pedía un equipo de 60 a 90.000 hombres. Y si todos estos eran brazos sustraídos al ejército, ¿cómo se podía pedir a los mercenarios de todas las naciones, en su mayor parte bárbaros, aquellos rasgos de valor, aquella constancia en obedecer y en sufrir, que solo el patriotismo puede inspirar, y en que los romanos hacían consistir el deber y el honor?
Otra condición desventajosa de Cartago respecto a Roma era la clase de relaciones en que aquella se encontraba con sus pueblos sometidos. No había hecho nada para acercárselos; y no solo no pudo contar con ellos verdaderamente en la hora del peligro, sino que se vio obligada a combatirlos también como enemigos. Bastó la presencia de Agatocles, así como más tarde la de Régulo, para hacer estallar una rebelión general en el seno de aquellos pueblos.
Al lado de estos daños, las ventajas que para Cartago existían no podían ser de grande eficacia. La misma valentía de sus almirantes, y la experiencia de sus marineros, acabaron por dar frutos estériles; y Roma pudo un día vanagloriarse de que sus flotas hubiesen sido presa de la furia de la naturaleza, pero no del enemigo.
Melkart, deidad púnica

domingo, octubre 30, 2005


VIII
LA SUMISIÓN DE ITALIA: PIRRO
La caída del Samnio hizo al cabo comprender a Tarento el peligro de su posición. Metrópoli de la Magna Grecia, y representante principal en Italia del régimen democrático, Tarento era la rival natural de Roma; pero era también, como ya hemos dicho, una república de mercaderes más que de guerreros; y así no es extraño que el día en que la fuerza de las cosas la obligase a salir al campo de batalla para salvar su independencia, no apariciese con milicias propias, sino con mercenarios extranjeros. Y sin embargo, aquellos mercenarios hubieran logrado su objeto de impedir los progresos conquistadores de Roma, si hubiesen sido llamados a tiempo, esto es, si se hubiese hecho llegar a Pirro cuando el Samnio no estaba aún exhausto de fuerzas, y cuando aún sonaban las armas de Etruria y Galia. Pero Tarento, antes de salir de su inacción y de llamar al rey de Epiro, dejó que el Samnio fuese reducido a la impotencia, y que Roma poblase el Piceno con sus colonias (Hatria, Sena (Senogallia), Castrum Novum (Giulianova), 465-289 antes de Jesucristo), defendiéndolas tenazmente contra los volsnienses y los galos senonios (batalla junto al lago Vadimón, 471-283 antes de Jesucristo), y triunfando así de sus enemigos del Norte.
Y cuando el Samnio se decidió a obrar, tampoco lo hizo franca y abiertamente. Allí donde la conquista romana no había creado súbditos, la influencia de la gran República sabía crear una interesada clientela, por sus favorables concesiones al partido aristocrático, lo mismo de las ciudades, que de regiones enteras, como sucedió en la Lucania. Tarento ayuda ahora a la democracia lucana a quitar el poder a la nobleza; y esto obtenido, induce a los lucanos a asaltar la ciudad de Turii, sucesora de la antigua Síbari, y la única que sobre el litoral del golfo de Tarento se rigiese aristocráticamente. Los turienses pidieron la ayuda de Roma, y ésta no lo hizo esperar; el cónsul Fabricio Luscino obligó al jefe lucano Estatilio a levantar el asedio de Turii, lo venció en batalla y lo hizo prisionero. Turii tuvo también su presidio o destacamento romano (472-282 antes de Jesucristo).
Los sucesos que a los anteriores siguieron son un tanto oscuros; sin embargo, la resolución romada por Roma de mandar una flota a Turii, demuestra que la victoria de Fabricio solo había dado frutos efímeros. Razón grave debió provocar aquella resolución del Senado, para que éste violase así el tratado existente entre Roma y Tarento, por el cual se prohibía a las naves romanas traspasar el promontorio Lacinio, o lo que es lo mismo, entrar en el golfo.
Ante aquella provocación, el odio y el deseo de venganza dominaron la prudencia de los de Tarento; la flotilla romana, furiosamente embestida, quedó rota y dispersa; los tripulantes fueron hechos prisioneros, y el que no recibió la muerte fue vendido como esclavo. Y alentados por la fácil victoria, adelantaron los tarentinos sobre Turii, y arrojaron de ella el presidio romano. Los notables de la ciudad fueron también expulsados, y confiscados su bienes (473-281 antes de Jesucristo).
Roma pudo indignarse por estos sucesos, pero no sorprenderse; porque en el fondo, ella era quien los había provocado. Con el propósito de ganar tiempo, y de hacer creer a sus aliados que la responsabilidad de la guerra no era suya, el Senado envió a Tarento una legación para pedir satisfacción por las violencias de los demócratas; pero la única satisfacción que obtuvo fueron atroces injurias hechas por el populacho a sus delegados. Entonces fue dada la orden al cónul Emilio Barbula, que acampaba en el Samnio, de conducir al territorio de Tarento sus legiones. No era todavía la guerra declarada, pero era una demostración encaminada a infundir temor al enemigo, y a tratar de conjurar el llamamiento de Pirro; y, en efecto, el cónsul Emilio, apenas entrado en el territorio, renovó las reclamaciones que habían sido rechazadas. La presencia de las fuerzas enemigas animó a los nobles a sostener abiertamente en la asamblea el partido de la paz; pero el partido opuesto triunfó; las proposiciones del cónsul fueron nuevamente negadas, y una legación marchó a Grecia a pedir auxilio al rey de Epiro.
El hombre a quien los de Tarento llamaban a combatir en Italia contra la potente Roma, era uno de aquellos reyes aventureros, a quien la caída del Imperio macedónico, producto de la repentina desaparición de su fundador Alejandro, había ofrecido ancho campo para satisfacer ambiciones nacidas a favor de la anarquía.
Las condiciones políticas en que vino a encontrarse el Oriente, después de la muerte de Alejandro, nos recuerdan, aparte de la diversa extensión del teatro de los sucesos, aquellas en que se halló la Italia a fines del siglo IX de la era vulgar, después de la deposición de Carlos el Grueso. Aquí también, como allá, pequeños príncipes, que en tiempos normales no habrían soñado siquiera con salir de su modesta condición, viéronse levantar la frente y dar suelta rienda a sus inconcebibles ambiciones. Estos deseos y movimientos absurdos, dieron por fruto a Italia la vuelta irreparable de extranjera servidumbre; y en el mismo Oriente, después de servir de incentivo a la anarquía, dejaron la huella de perpetuas divisiones, que lo habían de hacer, andando el tiempo, fácil presa de la soberbia de Roma.
Este Pirro era precisamente uno de los reyezuelos que se disputaban la herencia del gran Macedonio; y se distintguía de la mayor parte de sus émulos , por haber nacido en el trono. Había heredado de su padre la corona de Epiro. Bajo Demetrio había hecho sus primeras armas, conquistando fama de capitán valeroso. Enviado como rehén a Egipto, contrajo parentesco con los Tolomeos; y con el apoyo de estos bajó luego a combatir contra el propio Demetrio y su hijo Antígono, convertidos en rivales suyos. En estas luchas conquistó el reino de Macedonia, que no supo conservar. Cuando los tarentinos lo llamaron a Italia, ya su fortuna había caído. En Macedonia y Grecia, donde él ya nada podía hacer, dominaban Tolomeo Cerauno y Antígono Gónatas. El llamamiento, pues, de los de Tarento, abrió nuevo y fecundo campo a su ambición. Tolomeo, a quien convenía su alejamiento, le mandó un cuerpo auxiliar de falanges, caballos y elefantes; y partió.
Pero el rey epirota no era hombre para resignarse al oficio modesto e innoble de mercenario de una república de mercaderes. Aunque el tratado con Tarento lo hiciese aparecer con ese aspecto, apenas fue dueño de la ciudad demostró a los mercaderes que se habían grandemente engañado creyendo convertirle en su instrumento; y apareció, no como mercenario, sino como príncipe venido para contrastar a Roma la dominación de la península. Recordó a los sicilianos que había sido el esposo de Lanassa, hija de Agatocles, de cuyas nupcias llevaba consigo el fruto en su hijo Alejandro, para avalorar mejor sus derechos a la corona de Siracusa; y se aprestó, en su virtud, a combatir a un tiempo contra Roma y Cartago. ¡Qué misión tan atractiva para un guerrero que se oía llamar el gran capitán de su tiempo, y para un príncipe ambicioso que quería repetir en Occidente los prodigios del gran Macedonio!
No tardaron los de Tarento en desengañarse a su respecto. Él había mandado por delante parte de sus tropas, conducidas por Cineas y Milón, para tener en respeto al cónsul Emilio y hacer caer en su poder la fortaleza de la ciudad. En la primavera del 474 (280 antes de Jesucristo), condujo él mismo sobre naves tarentinas el grueso de sus tropas, compuesto de 20.000 soldados, 3.000 caballeros, 2.000 arqueros y 20 elefantes. Estas vivas máquinas de guerra, venidas del Oriente con los ejércitos de Grecia, iban ahora a aparecer por vez primera sobre los campos de batalla de nuestra península. Los tarentinos, como en otro tiempo los egestanos en Atenas, habían hecho a Pirro las más exageradas promesas, y entre ellas la de que a su sola aparición se levantaría media Italia, y vería llegar a ponerse bajo su mando un ejército de 350.000 infantes y 20.000 caballos.
El Senado romano cuidó de que estas promesas no se cumpliesen lo más mínimo. Aprovechando el respiro que se dio a las fuerzas de Pirro, Roma reunió las suyas. Como en los tiempos de supremo peligro, llamó a las armas a los proletarios, y formó tres cuerpos de ejército: el uno, bajo el mando del cónsul T. Coruncanio, fue enviado a guardar la Etruria; otro, conducido por Valerio Levino, cónsul también, fue destinado a dar la batalla a Pirro; el tercero se reservó para la defensa de la metrópoli. Además se mandaron fuertes guarniciones a las ciudades sospechosas, exigiéndoles rehenes, y algunas de ellas, como Preneste, tuvo que dar sus propios magistrados.
Estas medidas esparcieron el terror en todas las comarcas sujetas a Roma: ninguna de ellas se movió al aparecer Pirro. Tarento pagó la pena de su engaño: había buscado un auxiliar, y halló un dictador que con amenazas de muerte supo transformar una ciudad de mercaderes en un pueblo de soldados; y entonces deploró haber rehusado las condiciones por Roma ofrecidas, y la vana jactancia que había hecho a la patria objeto del odio de la poderosa metrópoli. Pero ya era tarde: Tarento se había puesto ella misma la cadena al pie; y en cualquier parte que resultase la victoria, su porvenir era la servidumbre. El primer encuentro entre epirotas y romanos tuvo lugar en Heraclea, junto al Siri. Valerio hizo pasarlo a su caballería en sitio lejano al campo de Pirro, para que, atacando al enemigo por el flanco, lo tuviese ocupado durante el avance de las legiones. La maniobra resultó, pero sin fruto. En vano las legiones cayeron siete veces sobre la falange, pues fueron rechazados por aquella muralla humana, al mismo tiempo que la caballería romana, desordenada por los elefantes, no sabía hacer frente a la de Tesalia: y su derrota hizo perderse la batalla. Sin embargo, la suerte de la guerra estaba bien lejos de haberse aún decidido.
Si los romanos habían dejado sobre el campo 7.000 de los suyos, Pirro había perdido 4.000 soldados; pérdida inestimable si se considera la escasez relativa de sus fuerzas y los inmensos recursos de que su enemigo disponía. Además, Pirro no podía ignorar que su victoria se había debido principalmente a la novedad de la táctica empleada por la falange, y a los elefantes, y que no era sensato contar con este factor para las batallas futuras; y sin duda por esta consideración resolvió aprovecharse de la impresión causada en Roma por la derrota de Heraclea, para proponer la paz.
Sobre las condiciones propuestas al Senado por su emisario Cineas tenemos dos versiones discordantes: la una de Plutarco, la otra de Appiano. Según la primera, Pirro se limitó a pedir que Roma dejase en libertad a Tarento, y se aliase con él. A creer la segunda, pretendió el abandono de las conquistas hechas por Roma más allá del Lacio. La más verosímil de estas dos versiones es la de Plutarco. Si Pirro hubiese hecho a Roma la petición que Appiano le atribuye, no hubiera sido en verdad necesario que el viejo Appio Claudio Cieco saliese de su retiro para echar en la balanza el peso de su energía y de su elocuente patriotismo; porque si el Senado podía vacilar en conceder a Tarento el olvido de las recibidas ofensas, no podía hacer lo mismo ante condiciones que destruían el fruto de esfuerzos y sacrificios hechos durante más de medio siglo, y que le obligaban a renunciar para siempre a enseñorearse de Italia.
Alejandro III (Magno) de Macedonia
La respuesta del Senado a Cineas, diciéndole que en tanto que Pirro pisase el suelo itálico ningún acuerdo con él era posible, demuestra la fe profunda que aquella Asamblea tenía en los grandes destinos de su patria; y cuando Cineas dijo a su soberano que al hallarse delante de los padres conscriptos le pareció encontrarse en un congreso de reyes, demostró que las artes de la corrupción por él intentadas habían encontrado en la virtud de los senadores un baluarte inexpugnable.
Tampoco tuvo mejor éxito la marcha de Pirro sobre Roma. Para que este atrevido golpe tuviese buen resultado, era menester que todos los pueblos del Mediodía se levantasen a su paso, y que la Etruria cooperase con esfuerzo simultáneo a su propósito. Mas por el contrario, si se exceptúan algunas pequeños movimientos realizados en el Samnio, en la Lucania y en la Magna Grecia, la gran mayoría de las poblaciones permanecieron inertes, y la Etruria permitió a Roma llamar al cónsul Coruncanio para mandarlo contra Pirro. El otro cónsul, Valerio, con el ejército de Heraclea, reforzado por dos legiones, estaba en la Campania guardando a Capua y Nápoles; y esto hizo que cuando Pirro llegó a encontrarse a cinco millas de Roma, se vio estrechado por dos fuerzas enemigas, en medio del silencio de la Italia. No le quedó entonces más recurso que retirarse, y solo pudo hacerlo a mansalva por un exceso de prudencia de los dos cónsules.
Así acabó la primera campaña. Durante el invierno Roma hizo tentativas para rescatar los prisioneros de Heraclea, cuya mayor parte formaban en la caballería, perteneciendo, por consiguiente, a las primeras familias de la ciudad. Tres personajes consulares, Fabricio Luscino, Emilio Papo y Cornelio Dolabella, fueron enviados a Tarento para sostener la importante negociación; mas el epirota, que conocía el arma poderosa que con estos prisioneros tenía en sus manos, rehusó el rescate si Roma no consentía en hacer la paz con él. Pero sobre esto ya el Senado había tenido su deliberación, y no podía volverse atrás después del voto solemne que mereciera la aprobación general. Necesitábase, pues, nueva prueba de armas, si se querían resolver por una parte y por otra las cuestiones pendientes; y la nueva prueba fue hecha en Ascoli, de la Apulia, la primavera del año 475 (279 antes de Jesucristo), aunque tampoco esta dio resultado definitivo. Entre los historiadores hay quien atribuye la victoria a Pirro y quien la da a los romanos; pero los dos principales, Livio y Dionisio, no la adjudican a ninguno, y son los que, a juzgar por las consecuencias, tienen razón. En efecto, después de la batalla vemos suspenderse la campaña y abrirse nuevas negociaciones. Pirro renuncia a su alianza con Roma, antes pedida, y deja libres sin rescate a los prisioneros de Heraclea; la sola cosa que solicita es que Roma deje en paz a Tarento, con cuya condición se obliga a dejar el suelo itálico y traspasar a Sicilia el campo de sus empresas. Roma, por su parte, renuncia a los auxilios de Cartago antes solicitados, y no permitirá a la flota cartaginense venida en su socorro desembarcar sus tropas en Ostia, lo que explica el secreto con que se tuvo oculto el tratado entre Roma y Pirro, a fin de no entorpecer los nuevos planes de éste, y de impedir las quejas de Cartago antes de que esta república estuviese ocupada en otra parte.
Pirro de Epiro
Habían pasado veintiocho meses desde su venida a Italia, cuando Pirro en el 476 (278 antes de Jesucristo) se embarcó para Sicilia. Sobre el continente no situó presidios más que en dos ciudades, Tarento y Locri. Mandando el primero dejó a Milón, y al segundo a su hijo Alejandro. El predominio que en aquel tiempo había adquirido en la isla siciliana el partido aristocrático, aconsejó a Pirro no llevar consigo al sobrino de aquel Agatocles, gran perseguidor de la aristocracia. Era además este partido quien lo llamaba a librar de los cartagineses la isla, donde ya tenían estos sitiada a Siracusa. Sostrato y Tenón, dos campeones de la nobleza, corrieron a ponerse bajo sus banderas, y merced a su apoyo, Pirro se encontró en breve en posesión de un ejército de 30.000 infantes y 2.500 caballos, y de una flota de 200 naves. El éxito militar correspondió a la magnitud de sus fuerzas. Siracusa y Agrigento libradas; Erice y Panormo conquistadas: toda la isla libre de cartagineses, menos Lilibea, donde sus esfuerzos fueron inútiles. Entonces concibió el designio de pasar a África, y de dictar en la misma Cartago las condiciones de la paz a su enemiga. Mas para esto necesitábase una nueva armada y más dinero, y sus partidarios de Sicilia se negaron a darles la una y el otro, recordando la empresa africana de Agatocles, y los amargos frutos que de ella había recogido. Esta negativa hizo romper a Pirro con la nobleza. Soldado animoso más que hombre de Estado, no poseía ni la moderación ni la constancia, que son cualidades tan necesarias en quien gobierna; y este contratiempo disipó el sueño de su imperio siciliano. Entonces pensó en volver a Italia para medirse una última vez con Roma, en la esperanza de que los pueblos de la península responderían por fin a su llamamiento (478-276 antes de Jesucristo). Pero si estos pueblos no se había movido cuando la victoria había señalado los primeros pasos del guerrero en su camino, ¿cómo podían levantarse en favor suyo cuando la fortuna le había ya vuelto dos veces las espaldas, y lo empuajaba ya al precipicio?
Del lado acá del estrecho, Pirro halló las cosas cambiadas para él siniestramente. Los fastos triunfales de Roma registraban ya sus victorias obtenidas sobre los lucanios, brucios y samnitas durante la empresa siciliana del rey epirota, en cuya obedencia no halló más que a Tarento, por haber pasado a cuchillo la población de Locri el presidio que allí dejara. Con todo esto, Pirro no renunció a su pensamiento de recomenzar la lucha con Roma. Los mercaderes de Tarento pagaron nuevos tributos para poner en pie de guerra al ejército. La reconquista de Locri pareció a Pirro buen preludio; pero el saqueo del templo de Prosérpina le infundió remordimientos, que no dejaron de tener su efecto en Benevento. Plutarco nos habla de un sueño tenido por Pirro la víspera de la batalla y que lo llenó de terror.
Roma había mandado para combatirle dos ejércitos consulares; el uno, a las órdenes de Cornelio Lentolo, fue a acamparse en Lucania; el otro, bajo las de Manio Curio Dentato, en el Samnio. A este último libró Pirro batalla en los campos de Benevento. Con hábiles maniobras impidió la unión de los dos cónsules; pero bastó uno solo para derrotarlo. Los elefantes, enfurecidos por los ardientes dardos del enemigo, contribuyeron a hacer más pronta y más irreparable la caída de los epirotas (479-275 antes de Jesucristo).
La bahía de Tarento
Después de la jornada de Benevento, Pirro nada tenía que hacer en Italia: era un general sin ejército, un soberano sin Estado. Volvió, pues, a partir para Grecia, dejando en Tarento a Milón con una pequeña guarnición y la promesa de volver pronto. Esta promesa, más que el prestigio de las propias fuerzas, hizo posible a Milón el ser respetado durante tres años: Roma misma lo dejó en paz por temor de que no abriese la ciudad a los cartagineses, que tenían una flota en sus aguas. Pero cuando en 482 (272 antes de Jesucristo) llegó la nueva de que Pirro había sido muerto en Argos, la situación de Milón fue tan difícil, que debió buscar el medio de salir de ella prontamente; y lo logró cediendo la ciudadela al cónsul Papirio, y alejándose con sus soldados y con sus riquezas. Roma fue generosa con los tarentinos, pues aunque se apoderó de naves y armas, y aunque impuso a la ciudad un tributo de guerra, y desmanteló sus muros, se abstuvo de toda venganza y castigo personal. Tarento, con el nombre de aliada, entró en el organismo de la clientela romana.
La inercia de Cartago ante la rendición de Tarento animó al Senado a la empresa de Reggio, donde mandaba años hacía la legión campánica que, enviada para proteger el dominio romano, se había erigido en dominadora. El temor de que estos rebeldes se diesen a Pirro o a los cartagineses, había detenido al Senado en el deseo de atacarlos: un año duró luego la resistencia, que expiaron al fin con el suplicio (483-271 antes de Jesucristo).
Seis años después de la caída de Tarento, también la capital de los tarentinos, Brundusium (Brindisi), caía en poder de los romanos, con lo que se completaba la unificiación política de la península italiana bajo el dominio de Roma. Faltaba todavía a la gran metrópoli el valle del Po, que une la región apenínica con la Europa continental; y faltaba también la Sicilia; pero quien tenía la intuición del porvenir, podía desde entonces comprender que estas conquistas no eran más que cuestiones de tiempo; y quien veía surgir esta gran potencia y el genio político que la gobernaba, podía ya entonces vaticinar que la grande obra frustrada con la súbita desparición de Alejandro, sería por Roma cumplida. Una ley inexorable conducía al mundo antiguo a la unidad política: intentada ésta vanamente por el Oriente, tocaba al Occidente efectuarla: lo que no pudo hacer un hombre de genio, lo hizo una ciudad que encerraba en su seno un pueblo de héroes.
La experiencia hecha por Roma en la guerra contra Pirro, acreditaba la bondad de su sistema político; y en él siguió inspirándose para sus nuevas conquistas. La Magna Grecia fue poblada de colonias: en el año 481 (273 antes de Jesucristo) fueron colonizadas Cosa y Pesto (Posidonia), en el 500 (254 antes de Jesucristo) Brundusium. El Samnio recibió (486-268 antes de Jesucristo) la colonia de Beneventum y el 491 (263 antes de Jesucristo) la de Aesernia (Isernia). El Piceno tuvo en 486 (268 antes de Jesucristo) a Ariminum (Rimini) y en 490 (264 antes de Jesucristo) a Firmum (Fermo). La Umbría tuvo en el 507 (247 antes de Jesucristo) a Aesis (Jesi), y en el 513 (241 antes de Jesucristo) a Spoletum (Espoleto); por último, la Etruria tuvo en el 507 a Alsium y en el 509 (245 antes de Jesucristo) a Fregenae. Al establecimiento de las nuevas colonias siguió la prolongación de las grandes vías militares: la vía Appia llegó desde Capua a Tarento y a Brindisi, y la Flaminia hasta Rimini. En las reformas usó el Senado de la mayor cautela, limitándose a innovar lo que era absolutamente indispensable. Hasta el término de la primera guerra púnica, no hubo más que una sola reforma, que fue la del número de los cuestores, aumentado o duplicado hasta ocho (487-267 antes de Jesucristo), no bastando cuatro para el gobierno de la hacienda pública después del grande incremento territorial conseguido por el Estado romano.
Pero Roma creció simultáneamente en poder y en exclusivismo. Las cifras de los capita civium arrojadas por los censos, solo ofrecen aumentos insignificantes. El del año 474 (280 antes de Jesucristo) había dado 287.222 ciudadanos, y en quince años esta cifra no se aumentó sino con 5.000 personas. Bien es verdad que en aquel intervalo se sufrieron las pérdidas ocasionadas por la guerra de Pirro; pero también se adquirieron nuevos territorios que aumentaron aproximadamente con un millón la masa de los súbditos; y sin embargo, el censo del 489 (265 antes de Jesucristo) no dio más que 292.334 capita civium.
El espíritu de exclusivismo alcanzó también a las demás ciudades. Rara fue de allí en adelante la concesión de la civitas sine suffragio, y aun en estas raras concesiones se aminoraban los derechos de la condición, como si Roma quisiera hacer pesar sobre esta clase de ciudadanos la venganza de la derrota de su legión campánica. Se empezó por quitar a aquellas ciudades el derecho de acuñar moneda, y la fábrica de la de plata se centralizó en Roma (486-268 antes de Jesucristo); y a las nuevas colonias latinas se les quitó también el jus connubii (derecho matrimonial), que hasta entonces conservaban; de modo que en lo sucesivo hubo una especie de derecho colonial llamado de las doce colonias por el número de las ciudades constituídas en tal condición, y Ariminum fue la primera que expirmentó el nuevo estado.
La vía Appia

VII
BATALLA DE SENTINO
Pero la Italia no podía caer a los pies de Roma por efecto solo de sus victorias parciales sobre algunas naciones. Por mucho que estas confiasen en sus propias fuerzas, no era posible que dejase de llegar un momento en que conocieran lo que las perdía el aislamiento. Los primeros que intentaron salir de él fueron los samnitas, y de éstos partió la iniciativa de una alianza, que pudiera salvar la independencia de los pueblos itálicos. Los coaligados eran los samnitas, los etruscos, los umbrios y los galos: el campo fue fijado en el Sentino (hoy Fabriano) en la Umbría, cerca del país de los enenios.
Jamás fue vista tal unión de fuerzas en Italia, ni jamás los destinos del mundo antiguo tuvieron tan decisivo momento como aquel. Roma comprendió toda su gravedad, y a justó a ella sus preparativos. Había primero esperado impedir la formación de la liga; pero el cónsul Appio Claudio no confirmó como estratégico la fama que como administrador tenía. Fuerza fue, por tanto, recurrir nuevamente al anciano Fabio y a P. Decio, a, a cuyos dos ejércitos consulares, provistos de fuerte caballería, se añadieron otros tres: uno, bajo el mando del procónsul L. Volumnio, debía acampar en el Samnio; los otros dos, como cuerpos de reserva fueron colocados cerca de Roma, para poderlos mandar adonde la necesidad aconsejase. Una estratagema de Fabio mermó las filas del enemigo antes de que la lucha comenzase. Mandó, en efecto, avanzar las dos reservas en la dirección de Clusio, dándoles orden de devastar a su paso las tierras de Etruria. ¡El viejo cónsul conocía a sus enemigos! Al anuncio de esta devastación, las milicias etruscas dejaron al ejército aliado y acudieron a su patria para proteger las tierras. ¡Cuánta diferencia entre este pueblo y el samnita! Éste abandona su país a merced del enemigo, para no aminorar la unión de las fuerzas concertadas, y defender con ellas la independencia de las naciones; aquel, por el contrario, no se preocupa del porvenir, y, para proteger sus campos abandona el puesto que el honor y el verdadero interés de la patria le habían confiado.
Tuvieron, pues, los romanos que combatir en el Sentino solo contra los samnitas, galos y umbrios. Gelio Egnacio, autor de la liga, obtuvo su mando en jefe. Frente a los samnitas y a los umbrios se puso Fabio con el ala derecha; contra los galos colocóse Decio con la izquierda. Aquel, hábil y previsor, deja que se entibie el ardor batallador del enemigo, para poder acometerle cuando empiece a invadirlo el cansancio. El segundo, impetuoso y violento, ataca inmediatamente las filas contrarias, y causa la ruina de su propio ejército antes de que sobre el otro campo se haya empeñado la lucha seriamente. La caballería de los galos, y sobre todo sus carros de guerra, vistos entonces por primera vez por los romanos, habían ya espantado a las legiones de Decio; y entonces éste, recordando a su padre en Veseri , siguió su ejemplo sacrificando su vida y la hueste enemiga a los dioses infernales, por la salvación del ejército romano. Y como en Veseri, dio en Sentino sus frutos el sacrificio del heróico capitán: el ala izquierda, reforzada con parte de la reserva que le envió Fabio, se repuso y en tanto que ella sostenía a pie firme el ataque de los galos, la caballería de Campania, arrojada por Fabio sobre los flancos de aquellos, acabó por desbaratarlos. En aquel mismo instante los romanos vencían también en el ala derecha. Entre los que allí perecieron estaba el valeroso Gelio Egnacio, que con una gloriosa muerte coronó su vida heróica.
Después de la jornada de Sentino, la guerra entre Roma y el Samnio duró aún cuatro años; pero fue la lucha de un pueblo que solo puede aspirar a salvar su honor, porque su independencia y su libertad están irreparablemente perdidas. La desleal Etruria completó su defección estipulando con Roma una tregua de cuarenta años bajo condiciones humildísimas. Las tres ciudades capitales de la región, Volsinio, Perugia y Arezzo, obligáronse a pagar 500.000 ases cada una y a proveer de vestidos y víveres a las tropas romanas destacadas en ellas (460-294 antes de Jesucristo).
El Senado romano
Penetrada en su destino, la noble nación samnítica le hace frente con ánimo indómito. No invoca el favor de los dioses: pero los hace partícipes en su desgracia, ya que en aquella antigüedad la guerra de las naciones era a un tiempo guerra de dioses. En un campo cerrado, cubierto de lino, el gran sacerdote Ovio Paccio cumple el sacrificio según el antiguo rito. El embratur (emperador) introduce a los principales de la nación; y allí, en medio de las víctimas palpitantes y de los altares de los dioses, aquellos ciudadanos formulan la maldición contra sí mismos y sobre sus familias y hogares si llegasen a huir ante el enemigo, o dejasen con vida a un fugitivo. Diez y seis mil, dice Livio, hicieron este juramento (461-293 antes de Jesucristo), y lo mantuvieron; el cual, si no les dio la victoria, les salvó el honor. En Aquilonia, los samnitas fueron de nuevo vencidos. El cónsul Papirio Cursor, hijo del héroe de la segunda guerra samnítica, llevó a Roma 1.330 libras de plata y dos millones y medio de ases obtenidos por la venta de los prisioneros. La estatua colosal de Júpiter en el Capitolio, que se veía desde el monte Albano, fue construída con esta presa.
Pero los samnitas no se dieron aún por vencidos; y en el año siguiente consiguieron obtener alguna ventaja sobre el enemigo. Mas la llegada del anciano Fabio en calidad de enviado cerca de su inepto hijo, volvió a restaurar la suerte de las armas romanas, y a dar el último golpe a la resistencia de los vencidos. Para ser uncido al carro del cónsul triunfador, fue llevado entre cadenas Poncio Telesino, que mandaba a los samnitas en la última jornada. Ignórase si este era el autor del tratado caudino, o su hijo. De todos modos, fue una barbarie inútil, un innoble uso de la victoria el suplicio de aquel hombre; y si fue una venganza, fue indigna de un pueblo a quien la Italia entera ya obedecía.
Después de esta jornada, que ha quedado sin nombre, no vuelve a hablarse de encuentros militares, y solo se recuerda la ocupación de Roma de algunas ciudades como Cominio y Venusia, que lo fueron por el cónsul Postumio.
Venusia, situada en el camino de Malevento a Tarento, cerca de la frontera de Apulia y Lucania, tuvo, por razón de la extraordinaria importancia de su posición, 20.000 colonos (463-291 antes de Jesucristo).
El año inmediato fue por fin firmada la paz entre Roma y el Samnio. Con ella se cerraba medio siglo de guerras, en el cual se formó el poder itálico de Roma. Y aunque el texto del tratado de 464 (290 antes de Jesucristo) no nos sea conocido, la circunstancia en que fue pactado, y su puntual observancia por parte de los samnitas, demuestran claramente que con él empezó la sumisión del Samnio a la victoriosa República. Ésta no envió colonias al país, ni exigió a los samnitas concesiones territoriales; y quizá continuó honrándolos con el título de aliados, en el convencimiento de que eran de hecho sus súbditos, y de que un día serían también defensores de la majestad romana.