viernes, octubre 14, 2005

II
GUERRAS ROMANAS DESPUÉS DE LA EXPULSIÓN DE LOS TARQUINOS
En tanto que la revolución recorría dentro de Roma sus distintas fases, condensábanse en el exterior amenazas y peligros contra la naciente República: unos estimulados entre sus vecinos por la dificultad en que la veían de ocuparse de ellos, y por el deseo no extinguido de saldar antiguas cuentas no olvidadas; otros fomentados por la propaganda del rey desterrado contra Roma. Y vióse ésta de improviso rodeada de enemigos y de riesgos, que debían acelerar el proceso de su revolución. Porque si a los romanos fue necesario, cuando venía funcionando normalmente el Consulado, crear una magistratura extraordinaria con plenos poderes para hacer frente a semejantes peligros del exterior, más aún debían sentir la necesidad de un poder dictatorial cuando no se hallaban en una organización definitiva de gobierno. Y esto favorece nuestra hipótesis de que la dictadura romana antecedió al Consulado, y sólo después de la constitución del gobierno consular llegó a ser una magistratura extraordinaria, que absorbiera, durante su duración (de seis meses), las garantías de la libertad.
Pero si las dificultades exteriores motivaron la conservación del poder personal posteriormente al destierro del rey Tarquino, produjeron también otro necesario efecto: y fue el de obtener para la defensa de la patria el concurso de la plebe. Y este concurso del elemento plebeyo, que los patricios obtuvieron con halagüeñas promesas, fue el título en que se fundaron, pasada aquella crisis, las pretensiones populares.
La tradición presenta a los enemigos que declararon la guerra a Roma después de la expulsión de Tarquino, como instrumentos de este rey. Ningún interés propio les guía en su hostilidad; su único móvil es la restitución del trono al monarca. Los hechos, sin embargo, no comprueban este juicio, y menos que todos ellos la empresa de Porsenna, descrita con fantásticos colores para desviar, evidentemente, la atención del objeto principal, y evitar con este artificio una gran mortificación al orgullo romano. Así se explican las leyendas sobre Horacio Coclite, Mucio Scévola y Clelia. ¿Se había distinguido un Horacio en la defensa del puente Sublicio? Pues la invención le pinta conteniendo por sí solo el ímpetu de la huesta etrusca, es decir, de la Toscana toda, hasta que, oyendo a sus pies el fragor de las deshechas vigas, se arrojó al río y buscó nadando, a pesar de sus no desceñidas armas, su salvación. ¿Contaban las crónicas patricias que un C. Mucio, introduciéndose en la tienda de Porsenna con propósito de matarlo, equivocó la víctima y dio muerte a su secretario? Pues la tradición toma el nombre de su héreo, Scévola (Zurdo), argumento para pintárnoslo como protagonista de esa horrible escena. En fin, hasta los monumentos dan materia a la conseja: se alzaba en la altura de la Vía Sacra la estatua ecuestre de una joven que el pueblo conocía por el nombre de Clelia, y que se contaba entre los supuestos rehenes ofrecidos un día a Porsenna. Los autores de la tradición la usufructúan igualmente para su objeto, y hacen de ella una heroína. La Venus ecuestre, que los sacerdotes llaman Cluilia, o Cluacina (deidad marina, figurada en una mujer a caballo para simbolizar el dominio que sobre el mar tenía), y que aquella estatua representaba, fue así rebajada hasta la condición humana. Y de este modo la religión misma se explotó en servicio de la vanidad nacional.
Pero al lado de la tradición general quedaron recuerdos que no solo demuestran su falsedad, sino que prueban los graves perjuicios que esa guerra de Porsenna infirió a Roma. Tácito habla de la sumisión de la ciudad al rey etrusco; Plinio añade que quitó a sus habitantes las armas, dejándoles únicamente los instrumentos para la agricultura. Dionisio, en fin, hablando del atentado de Mucio (Muzio Cordo) nada dice de la imaginada venganza que se le supone tomada contra sí mismo; y más adelante, el mismo historiador de Halicarnaso se refiere a una expedición etrusca en la Campania, que no puede ser otra que la de Porsenna, puesto que la hace tener lugar hacia la LXIV Olimpíada, es decir, a mediados del siglo III de Roma, que es la época en que, según la cronología tradicional, fue expulsado Tarquino; a cuya expedición se da por causa el haber invadido los galos el valle del Po. Si esta expedición es, como todo hace creerlo, la misma de Porsenna, su coincidencia con la caída del rey no aparece tan casual como aquella relación indica, y se comprende el esfuerzo de Roma para salir de su servidumbre. El propio Dionisio escribe que la expedición tuvo por término la derrota que Aristodemo, tirano de Cumas, hizo sufrir a los etruscos en Aricia: Roma, por tanto, pudo entonces romper sus cadenas, y el corto período de su humillación sirve a su tradición misma para no recordarla.
Terminan las guerras a que dio origen la caída de los Tarquinos, con la batalla del Lago Regilo (hoy Pantano Seco, próximo a Frascati). Supónese haber asistido a la jornada toda la Liga Latina, y se refieren sobre este suceso una serie de maravillosos detalles. Prescindiendo, no obstante, de ellos (que lo maravilloso huelga en la Historia), nada se opone a creer que la batalla tuvo verdaderamente efecto, y que el capitán del ejército enemigo, Octavio Mamilio, soberano de Túsculo, perdiera en ella la vida. Respecto a la participación de los latinos, la cosa cambia de aspecto. Tenemos un documento del año 261 de Roma (493 antes de Jesucristo), esto es, tres años después de la batalla de Regilo, el cual demuestra, no solo que los latinos no tomaron parte en ella, sino que salieron victoriosos de la campaña contra Roma emprendida. En ese documento el tratado federal entre ésta y las ciudades latinas, celebrado por el cónsul Espurio Casio, y cuyo texto nos transmite Dionisio: rarísimo documento entre los pocos que escaparon al incendio de Roma por los galos, de que nos queda memoria. Cicerón afirma que aún en el tiempo de su juventud conservábase en el Foro, detrás de las tribunas, la columna de bronce en que estaban esculpidos los artículos del tratado, que decían así: "1º; Reinará la paz entre Roma y las ciudades latinas, mientras Cielo y Tierra existan, y ninguna de las dos partes moverá guerra con la otra, ni provocará invasiones extranjeras. 2º; Si alguna de las dos partes fuese atacada por el enemigo, la otra deberá prestarle ayuda con todas sus fuerzas. 3º; El botín, y todo lo que fuese ganado en guerra común, será dividido en porciones iguales entre ambas partes. 4º; Los litigios privados entre romanos y latinos, deberán ser resueltos judicialmente en el término de diez días, y sobre el terreno en que el contrato fue celebrado. 5º; Ninguna adición ni supresión podrá hacerse al tratado sin el consentimiento de los romanos y de todos los Estados latinos confederados".
No es, ciertamente, con un pueblo vencido con quien se estipulan semejantes pactos. La Liga Latina, que bajo el último Tarquino habia relajado los lazos de su dependencia respecto a Roma, se libertó por completo de ella después de la expulsión del rey, colocándose bajo el pie de perfecta igualdad. Y si bien en ese tratado federal del año 261, Roma goza la ventaja de tener en su mano el fiel de la balanza, bien poco cosa es esto al lado de las otras ventajas perdidas, que no debe recobrar sino tras largas y cruentas fatigas.

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