domingo, octubre 30, 2005


VIII
LA SUMISIÓN DE ITALIA: PIRRO
La caída del Samnio hizo al cabo comprender a Tarento el peligro de su posición. Metrópoli de la Magna Grecia, y representante principal en Italia del régimen democrático, Tarento era la rival natural de Roma; pero era también, como ya hemos dicho, una república de mercaderes más que de guerreros; y así no es extraño que el día en que la fuerza de las cosas la obligase a salir al campo de batalla para salvar su independencia, no apariciese con milicias propias, sino con mercenarios extranjeros. Y sin embargo, aquellos mercenarios hubieran logrado su objeto de impedir los progresos conquistadores de Roma, si hubiesen sido llamados a tiempo, esto es, si se hubiese hecho llegar a Pirro cuando el Samnio no estaba aún exhausto de fuerzas, y cuando aún sonaban las armas de Etruria y Galia. Pero Tarento, antes de salir de su inacción y de llamar al rey de Epiro, dejó que el Samnio fuese reducido a la impotencia, y que Roma poblase el Piceno con sus colonias (Hatria, Sena (Senogallia), Castrum Novum (Giulianova), 465-289 antes de Jesucristo), defendiéndolas tenazmente contra los volsnienses y los galos senonios (batalla junto al lago Vadimón, 471-283 antes de Jesucristo), y triunfando así de sus enemigos del Norte.
Y cuando el Samnio se decidió a obrar, tampoco lo hizo franca y abiertamente. Allí donde la conquista romana no había creado súbditos, la influencia de la gran República sabía crear una interesada clientela, por sus favorables concesiones al partido aristocrático, lo mismo de las ciudades, que de regiones enteras, como sucedió en la Lucania. Tarento ayuda ahora a la democracia lucana a quitar el poder a la nobleza; y esto obtenido, induce a los lucanos a asaltar la ciudad de Turii, sucesora de la antigua Síbari, y la única que sobre el litoral del golfo de Tarento se rigiese aristocráticamente. Los turienses pidieron la ayuda de Roma, y ésta no lo hizo esperar; el cónsul Fabricio Luscino obligó al jefe lucano Estatilio a levantar el asedio de Turii, lo venció en batalla y lo hizo prisionero. Turii tuvo también su presidio o destacamento romano (472-282 antes de Jesucristo).
Los sucesos que a los anteriores siguieron son un tanto oscuros; sin embargo, la resolución romada por Roma de mandar una flota a Turii, demuestra que la victoria de Fabricio solo había dado frutos efímeros. Razón grave debió provocar aquella resolución del Senado, para que éste violase así el tratado existente entre Roma y Tarento, por el cual se prohibía a las naves romanas traspasar el promontorio Lacinio, o lo que es lo mismo, entrar en el golfo.
Ante aquella provocación, el odio y el deseo de venganza dominaron la prudencia de los de Tarento; la flotilla romana, furiosamente embestida, quedó rota y dispersa; los tripulantes fueron hechos prisioneros, y el que no recibió la muerte fue vendido como esclavo. Y alentados por la fácil victoria, adelantaron los tarentinos sobre Turii, y arrojaron de ella el presidio romano. Los notables de la ciudad fueron también expulsados, y confiscados su bienes (473-281 antes de Jesucristo).
Roma pudo indignarse por estos sucesos, pero no sorprenderse; porque en el fondo, ella era quien los había provocado. Con el propósito de ganar tiempo, y de hacer creer a sus aliados que la responsabilidad de la guerra no era suya, el Senado envió a Tarento una legación para pedir satisfacción por las violencias de los demócratas; pero la única satisfacción que obtuvo fueron atroces injurias hechas por el populacho a sus delegados. Entonces fue dada la orden al cónul Emilio Barbula, que acampaba en el Samnio, de conducir al territorio de Tarento sus legiones. No era todavía la guerra declarada, pero era una demostración encaminada a infundir temor al enemigo, y a tratar de conjurar el llamamiento de Pirro; y, en efecto, el cónsul Emilio, apenas entrado en el territorio, renovó las reclamaciones que habían sido rechazadas. La presencia de las fuerzas enemigas animó a los nobles a sostener abiertamente en la asamblea el partido de la paz; pero el partido opuesto triunfó; las proposiciones del cónsul fueron nuevamente negadas, y una legación marchó a Grecia a pedir auxilio al rey de Epiro.
El hombre a quien los de Tarento llamaban a combatir en Italia contra la potente Roma, era uno de aquellos reyes aventureros, a quien la caída del Imperio macedónico, producto de la repentina desaparición de su fundador Alejandro, había ofrecido ancho campo para satisfacer ambiciones nacidas a favor de la anarquía.
Las condiciones políticas en que vino a encontrarse el Oriente, después de la muerte de Alejandro, nos recuerdan, aparte de la diversa extensión del teatro de los sucesos, aquellas en que se halló la Italia a fines del siglo IX de la era vulgar, después de la deposición de Carlos el Grueso. Aquí también, como allá, pequeños príncipes, que en tiempos normales no habrían soñado siquiera con salir de su modesta condición, viéronse levantar la frente y dar suelta rienda a sus inconcebibles ambiciones. Estos deseos y movimientos absurdos, dieron por fruto a Italia la vuelta irreparable de extranjera servidumbre; y en el mismo Oriente, después de servir de incentivo a la anarquía, dejaron la huella de perpetuas divisiones, que lo habían de hacer, andando el tiempo, fácil presa de la soberbia de Roma.
Este Pirro era precisamente uno de los reyezuelos que se disputaban la herencia del gran Macedonio; y se distintguía de la mayor parte de sus émulos , por haber nacido en el trono. Había heredado de su padre la corona de Epiro. Bajo Demetrio había hecho sus primeras armas, conquistando fama de capitán valeroso. Enviado como rehén a Egipto, contrajo parentesco con los Tolomeos; y con el apoyo de estos bajó luego a combatir contra el propio Demetrio y su hijo Antígono, convertidos en rivales suyos. En estas luchas conquistó el reino de Macedonia, que no supo conservar. Cuando los tarentinos lo llamaron a Italia, ya su fortuna había caído. En Macedonia y Grecia, donde él ya nada podía hacer, dominaban Tolomeo Cerauno y Antígono Gónatas. El llamamiento, pues, de los de Tarento, abrió nuevo y fecundo campo a su ambición. Tolomeo, a quien convenía su alejamiento, le mandó un cuerpo auxiliar de falanges, caballos y elefantes; y partió.
Pero el rey epirota no era hombre para resignarse al oficio modesto e innoble de mercenario de una república de mercaderes. Aunque el tratado con Tarento lo hiciese aparecer con ese aspecto, apenas fue dueño de la ciudad demostró a los mercaderes que se habían grandemente engañado creyendo convertirle en su instrumento; y apareció, no como mercenario, sino como príncipe venido para contrastar a Roma la dominación de la península. Recordó a los sicilianos que había sido el esposo de Lanassa, hija de Agatocles, de cuyas nupcias llevaba consigo el fruto en su hijo Alejandro, para avalorar mejor sus derechos a la corona de Siracusa; y se aprestó, en su virtud, a combatir a un tiempo contra Roma y Cartago. ¡Qué misión tan atractiva para un guerrero que se oía llamar el gran capitán de su tiempo, y para un príncipe ambicioso que quería repetir en Occidente los prodigios del gran Macedonio!
No tardaron los de Tarento en desengañarse a su respecto. Él había mandado por delante parte de sus tropas, conducidas por Cineas y Milón, para tener en respeto al cónsul Emilio y hacer caer en su poder la fortaleza de la ciudad. En la primavera del 474 (280 antes de Jesucristo), condujo él mismo sobre naves tarentinas el grueso de sus tropas, compuesto de 20.000 soldados, 3.000 caballeros, 2.000 arqueros y 20 elefantes. Estas vivas máquinas de guerra, venidas del Oriente con los ejércitos de Grecia, iban ahora a aparecer por vez primera sobre los campos de batalla de nuestra península. Los tarentinos, como en otro tiempo los egestanos en Atenas, habían hecho a Pirro las más exageradas promesas, y entre ellas la de que a su sola aparición se levantaría media Italia, y vería llegar a ponerse bajo su mando un ejército de 350.000 infantes y 20.000 caballos.
El Senado romano cuidó de que estas promesas no se cumpliesen lo más mínimo. Aprovechando el respiro que se dio a las fuerzas de Pirro, Roma reunió las suyas. Como en los tiempos de supremo peligro, llamó a las armas a los proletarios, y formó tres cuerpos de ejército: el uno, bajo el mando del cónsul T. Coruncanio, fue enviado a guardar la Etruria; otro, conducido por Valerio Levino, cónsul también, fue destinado a dar la batalla a Pirro; el tercero se reservó para la defensa de la metrópoli. Además se mandaron fuertes guarniciones a las ciudades sospechosas, exigiéndoles rehenes, y algunas de ellas, como Preneste, tuvo que dar sus propios magistrados.
Estas medidas esparcieron el terror en todas las comarcas sujetas a Roma: ninguna de ellas se movió al aparecer Pirro. Tarento pagó la pena de su engaño: había buscado un auxiliar, y halló un dictador que con amenazas de muerte supo transformar una ciudad de mercaderes en un pueblo de soldados; y entonces deploró haber rehusado las condiciones por Roma ofrecidas, y la vana jactancia que había hecho a la patria objeto del odio de la poderosa metrópoli. Pero ya era tarde: Tarento se había puesto ella misma la cadena al pie; y en cualquier parte que resultase la victoria, su porvenir era la servidumbre. El primer encuentro entre epirotas y romanos tuvo lugar en Heraclea, junto al Siri. Valerio hizo pasarlo a su caballería en sitio lejano al campo de Pirro, para que, atacando al enemigo por el flanco, lo tuviese ocupado durante el avance de las legiones. La maniobra resultó, pero sin fruto. En vano las legiones cayeron siete veces sobre la falange, pues fueron rechazados por aquella muralla humana, al mismo tiempo que la caballería romana, desordenada por los elefantes, no sabía hacer frente a la de Tesalia: y su derrota hizo perderse la batalla. Sin embargo, la suerte de la guerra estaba bien lejos de haberse aún decidido.
Si los romanos habían dejado sobre el campo 7.000 de los suyos, Pirro había perdido 4.000 soldados; pérdida inestimable si se considera la escasez relativa de sus fuerzas y los inmensos recursos de que su enemigo disponía. Además, Pirro no podía ignorar que su victoria se había debido principalmente a la novedad de la táctica empleada por la falange, y a los elefantes, y que no era sensato contar con este factor para las batallas futuras; y sin duda por esta consideración resolvió aprovecharse de la impresión causada en Roma por la derrota de Heraclea, para proponer la paz.
Sobre las condiciones propuestas al Senado por su emisario Cineas tenemos dos versiones discordantes: la una de Plutarco, la otra de Appiano. Según la primera, Pirro se limitó a pedir que Roma dejase en libertad a Tarento, y se aliase con él. A creer la segunda, pretendió el abandono de las conquistas hechas por Roma más allá del Lacio. La más verosímil de estas dos versiones es la de Plutarco. Si Pirro hubiese hecho a Roma la petición que Appiano le atribuye, no hubiera sido en verdad necesario que el viejo Appio Claudio Cieco saliese de su retiro para echar en la balanza el peso de su energía y de su elocuente patriotismo; porque si el Senado podía vacilar en conceder a Tarento el olvido de las recibidas ofensas, no podía hacer lo mismo ante condiciones que destruían el fruto de esfuerzos y sacrificios hechos durante más de medio siglo, y que le obligaban a renunciar para siempre a enseñorearse de Italia.
Alejandro III (Magno) de Macedonia
La respuesta del Senado a Cineas, diciéndole que en tanto que Pirro pisase el suelo itálico ningún acuerdo con él era posible, demuestra la fe profunda que aquella Asamblea tenía en los grandes destinos de su patria; y cuando Cineas dijo a su soberano que al hallarse delante de los padres conscriptos le pareció encontrarse en un congreso de reyes, demostró que las artes de la corrupción por él intentadas habían encontrado en la virtud de los senadores un baluarte inexpugnable.
Tampoco tuvo mejor éxito la marcha de Pirro sobre Roma. Para que este atrevido golpe tuviese buen resultado, era menester que todos los pueblos del Mediodía se levantasen a su paso, y que la Etruria cooperase con esfuerzo simultáneo a su propósito. Mas por el contrario, si se exceptúan algunas pequeños movimientos realizados en el Samnio, en la Lucania y en la Magna Grecia, la gran mayoría de las poblaciones permanecieron inertes, y la Etruria permitió a Roma llamar al cónsul Coruncanio para mandarlo contra Pirro. El otro cónsul, Valerio, con el ejército de Heraclea, reforzado por dos legiones, estaba en la Campania guardando a Capua y Nápoles; y esto hizo que cuando Pirro llegó a encontrarse a cinco millas de Roma, se vio estrechado por dos fuerzas enemigas, en medio del silencio de la Italia. No le quedó entonces más recurso que retirarse, y solo pudo hacerlo a mansalva por un exceso de prudencia de los dos cónsules.
Así acabó la primera campaña. Durante el invierno Roma hizo tentativas para rescatar los prisioneros de Heraclea, cuya mayor parte formaban en la caballería, perteneciendo, por consiguiente, a las primeras familias de la ciudad. Tres personajes consulares, Fabricio Luscino, Emilio Papo y Cornelio Dolabella, fueron enviados a Tarento para sostener la importante negociación; mas el epirota, que conocía el arma poderosa que con estos prisioneros tenía en sus manos, rehusó el rescate si Roma no consentía en hacer la paz con él. Pero sobre esto ya el Senado había tenido su deliberación, y no podía volverse atrás después del voto solemne que mereciera la aprobación general. Necesitábase, pues, nueva prueba de armas, si se querían resolver por una parte y por otra las cuestiones pendientes; y la nueva prueba fue hecha en Ascoli, de la Apulia, la primavera del año 475 (279 antes de Jesucristo), aunque tampoco esta dio resultado definitivo. Entre los historiadores hay quien atribuye la victoria a Pirro y quien la da a los romanos; pero los dos principales, Livio y Dionisio, no la adjudican a ninguno, y son los que, a juzgar por las consecuencias, tienen razón. En efecto, después de la batalla vemos suspenderse la campaña y abrirse nuevas negociaciones. Pirro renuncia a su alianza con Roma, antes pedida, y deja libres sin rescate a los prisioneros de Heraclea; la sola cosa que solicita es que Roma deje en paz a Tarento, con cuya condición se obliga a dejar el suelo itálico y traspasar a Sicilia el campo de sus empresas. Roma, por su parte, renuncia a los auxilios de Cartago antes solicitados, y no permitirá a la flota cartaginense venida en su socorro desembarcar sus tropas en Ostia, lo que explica el secreto con que se tuvo oculto el tratado entre Roma y Pirro, a fin de no entorpecer los nuevos planes de éste, y de impedir las quejas de Cartago antes de que esta república estuviese ocupada en otra parte.
Pirro de Epiro
Habían pasado veintiocho meses desde su venida a Italia, cuando Pirro en el 476 (278 antes de Jesucristo) se embarcó para Sicilia. Sobre el continente no situó presidios más que en dos ciudades, Tarento y Locri. Mandando el primero dejó a Milón, y al segundo a su hijo Alejandro. El predominio que en aquel tiempo había adquirido en la isla siciliana el partido aristocrático, aconsejó a Pirro no llevar consigo al sobrino de aquel Agatocles, gran perseguidor de la aristocracia. Era además este partido quien lo llamaba a librar de los cartagineses la isla, donde ya tenían estos sitiada a Siracusa. Sostrato y Tenón, dos campeones de la nobleza, corrieron a ponerse bajo sus banderas, y merced a su apoyo, Pirro se encontró en breve en posesión de un ejército de 30.000 infantes y 2.500 caballos, y de una flota de 200 naves. El éxito militar correspondió a la magnitud de sus fuerzas. Siracusa y Agrigento libradas; Erice y Panormo conquistadas: toda la isla libre de cartagineses, menos Lilibea, donde sus esfuerzos fueron inútiles. Entonces concibió el designio de pasar a África, y de dictar en la misma Cartago las condiciones de la paz a su enemiga. Mas para esto necesitábase una nueva armada y más dinero, y sus partidarios de Sicilia se negaron a darles la una y el otro, recordando la empresa africana de Agatocles, y los amargos frutos que de ella había recogido. Esta negativa hizo romper a Pirro con la nobleza. Soldado animoso más que hombre de Estado, no poseía ni la moderación ni la constancia, que son cualidades tan necesarias en quien gobierna; y este contratiempo disipó el sueño de su imperio siciliano. Entonces pensó en volver a Italia para medirse una última vez con Roma, en la esperanza de que los pueblos de la península responderían por fin a su llamamiento (478-276 antes de Jesucristo). Pero si estos pueblos no se había movido cuando la victoria había señalado los primeros pasos del guerrero en su camino, ¿cómo podían levantarse en favor suyo cuando la fortuna le había ya vuelto dos veces las espaldas, y lo empuajaba ya al precipicio?
Del lado acá del estrecho, Pirro halló las cosas cambiadas para él siniestramente. Los fastos triunfales de Roma registraban ya sus victorias obtenidas sobre los lucanios, brucios y samnitas durante la empresa siciliana del rey epirota, en cuya obedencia no halló más que a Tarento, por haber pasado a cuchillo la población de Locri el presidio que allí dejara. Con todo esto, Pirro no renunció a su pensamiento de recomenzar la lucha con Roma. Los mercaderes de Tarento pagaron nuevos tributos para poner en pie de guerra al ejército. La reconquista de Locri pareció a Pirro buen preludio; pero el saqueo del templo de Prosérpina le infundió remordimientos, que no dejaron de tener su efecto en Benevento. Plutarco nos habla de un sueño tenido por Pirro la víspera de la batalla y que lo llenó de terror.
Roma había mandado para combatirle dos ejércitos consulares; el uno, a las órdenes de Cornelio Lentolo, fue a acamparse en Lucania; el otro, bajo las de Manio Curio Dentato, en el Samnio. A este último libró Pirro batalla en los campos de Benevento. Con hábiles maniobras impidió la unión de los dos cónsules; pero bastó uno solo para derrotarlo. Los elefantes, enfurecidos por los ardientes dardos del enemigo, contribuyeron a hacer más pronta y más irreparable la caída de los epirotas (479-275 antes de Jesucristo).
La bahía de Tarento
Después de la jornada de Benevento, Pirro nada tenía que hacer en Italia: era un general sin ejército, un soberano sin Estado. Volvió, pues, a partir para Grecia, dejando en Tarento a Milón con una pequeña guarnición y la promesa de volver pronto. Esta promesa, más que el prestigio de las propias fuerzas, hizo posible a Milón el ser respetado durante tres años: Roma misma lo dejó en paz por temor de que no abriese la ciudad a los cartagineses, que tenían una flota en sus aguas. Pero cuando en 482 (272 antes de Jesucristo) llegó la nueva de que Pirro había sido muerto en Argos, la situación de Milón fue tan difícil, que debió buscar el medio de salir de ella prontamente; y lo logró cediendo la ciudadela al cónsul Papirio, y alejándose con sus soldados y con sus riquezas. Roma fue generosa con los tarentinos, pues aunque se apoderó de naves y armas, y aunque impuso a la ciudad un tributo de guerra, y desmanteló sus muros, se abstuvo de toda venganza y castigo personal. Tarento, con el nombre de aliada, entró en el organismo de la clientela romana.
La inercia de Cartago ante la rendición de Tarento animó al Senado a la empresa de Reggio, donde mandaba años hacía la legión campánica que, enviada para proteger el dominio romano, se había erigido en dominadora. El temor de que estos rebeldes se diesen a Pirro o a los cartagineses, había detenido al Senado en el deseo de atacarlos: un año duró luego la resistencia, que expiaron al fin con el suplicio (483-271 antes de Jesucristo).
Seis años después de la caída de Tarento, también la capital de los tarentinos, Brundusium (Brindisi), caía en poder de los romanos, con lo que se completaba la unificiación política de la península italiana bajo el dominio de Roma. Faltaba todavía a la gran metrópoli el valle del Po, que une la región apenínica con la Europa continental; y faltaba también la Sicilia; pero quien tenía la intuición del porvenir, podía desde entonces comprender que estas conquistas no eran más que cuestiones de tiempo; y quien veía surgir esta gran potencia y el genio político que la gobernaba, podía ya entonces vaticinar que la grande obra frustrada con la súbita desparición de Alejandro, sería por Roma cumplida. Una ley inexorable conducía al mundo antiguo a la unidad política: intentada ésta vanamente por el Oriente, tocaba al Occidente efectuarla: lo que no pudo hacer un hombre de genio, lo hizo una ciudad que encerraba en su seno un pueblo de héroes.
La experiencia hecha por Roma en la guerra contra Pirro, acreditaba la bondad de su sistema político; y en él siguió inspirándose para sus nuevas conquistas. La Magna Grecia fue poblada de colonias: en el año 481 (273 antes de Jesucristo) fueron colonizadas Cosa y Pesto (Posidonia), en el 500 (254 antes de Jesucristo) Brundusium. El Samnio recibió (486-268 antes de Jesucristo) la colonia de Beneventum y el 491 (263 antes de Jesucristo) la de Aesernia (Isernia). El Piceno tuvo en 486 (268 antes de Jesucristo) a Ariminum (Rimini) y en 490 (264 antes de Jesucristo) a Firmum (Fermo). La Umbría tuvo en el 507 (247 antes de Jesucristo) a Aesis (Jesi), y en el 513 (241 antes de Jesucristo) a Spoletum (Espoleto); por último, la Etruria tuvo en el 507 a Alsium y en el 509 (245 antes de Jesucristo) a Fregenae. Al establecimiento de las nuevas colonias siguió la prolongación de las grandes vías militares: la vía Appia llegó desde Capua a Tarento y a Brindisi, y la Flaminia hasta Rimini. En las reformas usó el Senado de la mayor cautela, limitándose a innovar lo que era absolutamente indispensable. Hasta el término de la primera guerra púnica, no hubo más que una sola reforma, que fue la del número de los cuestores, aumentado o duplicado hasta ocho (487-267 antes de Jesucristo), no bastando cuatro para el gobierno de la hacienda pública después del grande incremento territorial conseguido por el Estado romano.
Pero Roma creció simultáneamente en poder y en exclusivismo. Las cifras de los capita civium arrojadas por los censos, solo ofrecen aumentos insignificantes. El del año 474 (280 antes de Jesucristo) había dado 287.222 ciudadanos, y en quince años esta cifra no se aumentó sino con 5.000 personas. Bien es verdad que en aquel intervalo se sufrieron las pérdidas ocasionadas por la guerra de Pirro; pero también se adquirieron nuevos territorios que aumentaron aproximadamente con un millón la masa de los súbditos; y sin embargo, el censo del 489 (265 antes de Jesucristo) no dio más que 292.334 capita civium.
El espíritu de exclusivismo alcanzó también a las demás ciudades. Rara fue de allí en adelante la concesión de la civitas sine suffragio, y aun en estas raras concesiones se aminoraban los derechos de la condición, como si Roma quisiera hacer pesar sobre esta clase de ciudadanos la venganza de la derrota de su legión campánica. Se empezó por quitar a aquellas ciudades el derecho de acuñar moneda, y la fábrica de la de plata se centralizó en Roma (486-268 antes de Jesucristo); y a las nuevas colonias latinas se les quitó también el jus connubii (derecho matrimonial), que hasta entonces conservaban; de modo que en lo sucesivo hubo una especie de derecho colonial llamado de las doce colonias por el número de las ciudades constituídas en tal condición, y Ariminum fue la primera que expirmentó el nuevo estado.
La vía Appia

1 comentario:

Anónimo dijo...

me parece que Regio cae dos años despues de Tarento

eso

excelente iniciativa y muy util