jueves, octubre 27, 2005

V
LAS GUERRAS SAMNÍTICAS
Con la expulsión definitiva de los galos del Lacio, ciérrase el período de las guerras defensivas de Roma, y vuelve a abrirse el de sus conquistas, que la invasión gálica interrumpiera. Múdase la escena; en vez de la Etruria, son las regiones del Sur, la Campania y el Samnio, el teatro del nuevo movimiento de expansión de Roma, que ya no volverá a suspenderse hasta que, primero la Italia, y el mundo civilizado después, caigan bajo el imperio de la poderosa República.
Los abiertos campos de la Campania habían atraído a este país una serie de conquistadores, antes de que Roma osase dirigir su ambiciosa mirada más allá del Liri (Garigliano). La historia tradicional nombra y cuenta los pueblos que se disputaron el dominio de aquella tierra privilegiada. Los oscios, los ausonios, los griegos y los etruscos se atropellan unos a otros en la empresa, hasta que Roma los somete a todos a su dominio.
Antes de que Roma interviniese en esta guerra de conquista, uno de los beligerantes había desaparecido de entre los dominadores. En el año 331 (423 antes de Jesucristo), la ciudad de Capua, metrópoli de la confederación etrusca de la Campania, había caído en poder de los vecinos samnitas, y bien pronto la suerte de la capital fue la de las demás ciudades confederadas. Ya hemos visto las causas del rápido decaimiento de Etruria; para el de la Campania, se unieron a las causas exteriores otras interiores no menos ruinosas. El antagonismo entre las dos clases sociales, la aristocracia imperante y la democracia, agravado por las diferencias étnicas que la ineptitud asimiladora de los etruscos mantuvo vivas y sentidas, provocó, en la mitad primera del cuarto siglo de Roma (450 antes de Jesucristo), el conflicto de que resultó la expulsión de los etruscos de la Campania. Y el hecho fue contagioso. Llegado el gobierno de Capua a manos de la democracia, atrajo ésta a su camino a la democracia de la metrópoli helénica en Campania, Cumas; y en Cumas pasó lo mismo; vencida la nobleza, parte de ella se sometió a la servidumbre, y parte halló un asilo en Neapoli (Nápoles), cuya importancia histórica comenzó entonces (334-420 antes de Jesucristo).
El fracaso de las dos confederaciones etrusca y griega de la Campania, no tuvo, sin embargo, para aquella región, efectos iguales. Mientras que, con la cesación del dominio etrusco, desapareció todo vestigio nacional, la cultura helénica sobrevivió a la ruina de su imperio, y continuó ejerciendo allí una influencia que la misma Roma tratará en vano de esquivar. Y a esta influencia debióse la vuelta de la aristocracia al poder en la Campania. Cuando estalló la primera guerra romano-samnítica, Capua, que era entonces metrópoli de toda la región, tenía otra vez un gobierno aristocrático, cuya condición tuvo trascendencia decisiva en los futuros acontecimientos.
Pero antes de hablar de esta famosa guerra, que marcó los nuevos destinos de Italia, debemos detenernos a describir el suelo que los samnitas ocupaban, y el caracter de esta potente nación.
En la reseña que al principio de este libro hemos hecho de los primitivos pueblos itálicos, vimos como los samnitas, o sabinitas, formaron, unidos a los sabinos propiamente dichos, parte de la gran familia o gente sabélica, que, desde el valle de Amiterno, su cuna, se extendió a lo largo del Apenino central y meridional, hasta la parte extrema de la península. La primera rama de esta familia, que se separó del tronco común, fueron los sabinos; a los cuales hallamos, aún en los tiempos prehistóricos, avanzando hacia Occidente en el valle Reatino (Rieti), de donde partió la colonia que fue a habitar el Quirinal. Otra rama se encaminó hacia Oriente, y fue a establecerse en el Piceno. Una tercera se dirigió al Mediodía, y fijó su estancia en el valle del lago Fucino (Celano). La única que conservó el nombre patrio de sabinos, fue la rama occidental; las demás tomaron nombres diversos. La oriental se dividió en grupos de pueblos, que se llamaron Picentes, Marucinios (a la derecha del Aterno) y Frentanios. La central, establecida en los valles del Lago Fucino y del Sagro (Sangro) superior, tomó los nombres de Marsios y Pelignios. La cuarta rama, confinante al Occidente con la Campania, se partió en una serie de pueblos, de los que fueron los más importantes los Pentrios (sobre el monte Mateses), los Caudinos (sobre el Taburno) y los Irpinios (sobre el Irpino). Todos estos pueblos, además del propio nombre particular, llevaban después otro común a todos ellos, que era el de samnitas; y Samnio era la región itálica por ellos ocupada.
Lo mismo que el Lacio, la Campania y la Etruria, el Samnio estaba constituído en federación. Pero la confederación samnítica carecía de un verdadero centro nacional que le imprimiese dirección política uniforme y constante; y este defecto de una dirección única debía hacer sentir sus consecuencias funestas en la guerra que al Samnio amenazaba contra la potente Roma. Sus primeros tristes frutos se habían ya demostrado. A despecho de su origen y del sello común de su caracter, los pueblos de esta estirpe, faltos de aquel centro nacional, debían sufrir los malos efectos de las heterogéneas influencias que les acarreaba el contacto con sus vecinos. Los samnitas, por ejemplo, que habitaban en la proximidad de la Campania, no pudieron resistir a la influencia de aquella cultura fastuosa y deslumbradora que les rodeaba; y fueron los primeros en perder las sencillas costumbres que los montañeses supieron conservar. Y por esto, cuando Roma volvió contra el Samnio sus armas, la unidad nacional de la gente sabélica estaba ya despedazada, y las otras naciones permanecieron largo tiempo extrañas a la gran lucha; y solo cuando conocieron que en la causa de los samnitas estaban empeñados sus intereses y su porvenir, fue cuando se resolvieron a entrar en la contienda.
La historia tradicional de la primera guerra romano-samnítica presenta tales oscuridades e incongruencias, que ha habido que recurrir a las más atrevidas indagaciones para hallar el hilo de la enmarañada madeja, y deshacer el confuso nudo de los sucesos. Capua, metrópoli de la Campania, está en guerra con sus vecinos del Samnio. Vencida dos veces por ellos, llama en su auxilio a los romanos; y alegando el Senado que Roma estaba unida a los samnitas por un reciente pacto de alianza, los capuenses salvan la dificultad poniendo a su ciudad bajo la obediencia de Roma. Arrojados los samnitas de la Campania, estalla una insurrección entre la guarnición romana de Capua, contra su propio gobierno: y Roma deja a la Campania abandonada a sí misma, y los samnitas permanecen indiferentes, como si este suceso en nada les afectase.
Son, como se ve, evidentes, las lagunas del relato tradicional. Capua no pudo abdicar su independencia y libertad, sin que a ello la obligasen causas harto más graves que el simple deseo de su defensa contra los samnitas, que pertenecían, después de todo, a su nacionalidad. Y los samnitas no debieron dejar pasar infructuosamente la rebelión militar triunfante en Capua contra Roma, sin que a ello les obligase razón harto más fuere que el vínculo de un pacto, cuya naturaleza y entidad no constan tampoco claramente.
Aquí evidentemente obró el espíritu de los partidos, cuya presencia y cuya acción influyó torpemente sobre los analistas, sin que los historiadores, a quienes sirvieron de fuente, lograsen advertir sus faltas y contradicciones. Así presentan a los samnitas que combatieron en Teano, como representantes de la democracia, y a los teanenses, ayudados por los de Capua, como regidos por la aristocracia; no obstante lo cual, afirman que fue el partido aristocrático de Capua quien puso a merced de Roma la patria, por no darla vencida a los samnitas. Pero los hechos posteriores demostaron que Capua fue víctima sórdida de una facción. Roma y Samnio, pues, se hallaron por primera vez frente a frente, y ya desde este instante se echan de ver las ventajas de un Estado unitario sobre otro confederado.
Antes de que los samnitas estuviesen prontos para afrontar al nuevo enemigo, dos ejércitos consulares habían ya entrado en Campania: el uno conducido por M. Valerio Corvo, marcha a librar a Capua: el otro, mandado por A. Cornelio Cosso, había acampado en Satícola, cerca del Volturno, para proteger las operaciones de aquel. Librada Capua, Valerio siguió adelante en busca del enemigo, para poderlo combatir lejos de la ciudad, donde ya el partido democrático murmuraba. Y lo halló cerca del monte Gauro, entre Nápoles y Cumas. Luchóse con valor por una y otra parte; pero el campo quedó por los romanos. El otro cónsul, viendo avanzar un ejército samnita, dejó la posición de Satícola y se internó en el país; pero ignorando la topografía del terreno, se encontró entre Satícola y Benevento, estrechado en una garganta sobre cuyas alturas se presentaron improvistamente los enemigos. Y sin el ardimiento del tribuno P. Decio, que con los astati y los principi de una legión fue a ocupar otra altura que dominaba las del contrario, la fuerza de Cornelio hubiera estado perdida. Una tentativa de los samnitas para ganar aquella, solo sirvió para aumentar su mala situación. Valerio los volvió a derrotar en Suesula (unos 15 kilómetros al Sureste de Capua), y, si se cree a Livio, hizo presas de sus victorias 40.000 escudos y 170 banderas: exageraciones que, no pudiendo ser desmentidas por los mudos anales del vencido, se harán más frecuentes y atrevidas en el relato sucesivo de la guerra.
Así se cerraba la campaña del 411 (343 antes de Jesucristo), primera de la guerra romano-samnítica. Pero entonces tuvo lugar una inesperada tregua, cuya razón por parte de los romanos conocemos: la guerra hecha por los latinos a los pelignios, y la sedición militar descubierta en aquel invierno, reclamaron la actividad de la República en lugar distinto. Por parte de los samnitas, la razón de la tregua no es evidente, y la tradición la juzga únicamente desde el punto de vista de los partidos. La democracia que hizo la guerra salió de ella condenada por la derrota: ¿Qué cosa, pues, más racional, que en un Estado federativo, que no era guerrero por costumbre, ni agresivo por necesidad, el éxito desgraciado de aquella empresa alejase del poder al partido que era su autor?
La sedición militar, que impropiamente es llamada tercera secesión de la plebe, resultó de dos causas simultáneas: la una fue la introducción de los proletarios en el ejército; la otra, el caracter especial de la última campaña. Había sido esta a un tiempo defensiva y ofensiva: la rebelión de Capua había ensanchado el territorio romano hasta el Volturno; y habiendo sido teatro de acción la Campania, resultó que las legiones se encontraron defraudadas del principal premio a la victoria reservado: el saqueo.
Esto irritó especialmente a los proletarios, para los que la guerra era ante todo un oficio lucrativo; y su irritación fue explotada por el partido democrático de Capua para intentar un golpe contra la aristocracia dominante, que diera a los legionarios las riquezas y a los demócratas el poder. El movimiento ya había empezado cuando llegaron en Roma las elecciones consulares; y en presencia de tanto peligro los patricios abandonaron la política reaccionaria, y volvieron lealmente a la ley Licinia. El plebeyo C. Marcio Rutilo entró en su cuarto consulado, e ignorando la naturaleza del movimiento de los de Capua, creyó que bastaría a sofocarlo el licenciamiento de los más levantiscos; pero esta medida convirtió la sedición en rebelión abierta. Los licenciados se reunieron en Lautule, tierra de los volscos, y fijaron allí su campo: grandes turbas de proletarios vinieron de Roma a engrosar las filas rebeldes, y el Senado entonces recurrió a nombrar un dictador, que fue M. Valerio Corvo, el vencedor de Gauro y Suesula.
Lo que caracteriza esta rebelión es la misma causa que la produjo. Hasta entonces las rebeliones habían sido provocadas por la pretensión ilegal de los cónsules para mantener a la plebe en el servicio militar aún después de cumplido su término obligatorio; pero aquella rebelión tuvo, por el contrario, por móvil el licenciamiento de las tropas, y a esta causa se acomodaron las concesiones que el dictador les hizo. La lex Valeria militaris, que ocurró al conflicto, establecía: ne cujus militis scriptis nomen nisi ipso volente deleretur. Pero una ley reducida a proteger al soldado contra un licenciamiento no pedido, no es satisfacción bastante para una clase entera, ofendida por su inferioridad política, ya que sea satisfacción parcial de los que tengan en el servicio militar su provecho. Mas como estos proletarios son a la vez ciudadanos, y forman parte de la plebe quejosa del patriciado por la inobservancia de la ley Licinia; por esto vemos, junto a la medida que cuidó de la suerte del soldado, aparecer otra ley propuesta por el mismo dictador Valerio, en la cual se garantizaba a los oficiales la conservación de su grado; y por esto vemos también asociadas a las leyes militares, disposiciones económicas y políticas encaminadas a mejorar la condición de los pequeños propietarios, y a satisfacer las pretensiones del elemento plebeyo.
Pero más bien que por las providencias que la resolviera, la revuelta militar del 412 (342 antes de Jesucristo) revisitó especial importancia por sus consecuencias. Por un lado, estrechó los vínculos entre el patriciado y los jefes de la plebe, o sea entre los dos grupos del partido conservador, que de aquí en adelante mantendrán la ley Licinia lealmente observada en su parte política. Por otro lado, aquella rebelión dio pretexto a los pueblos vecinos para volver a sus ataques contra Roma, y a los latinos para tener pretensiones que de otro modo no hubieran siquiera imaginado.
Después de haber tomado bajo su protección a los sidicinios (pobladores campanos del sur del Volturno), abandonados por Roma a los samnitas, y concluído una alianza con los de Campania, entre los que la democracia había recuperado el poder, las ciudades latinas enviaron diputados a Roma para pedir su igualdad civil y política con la metrópoli, un puesto en el Consulado y la mitad de las sillas senatoriales. La acritud con que fue rechazada esta pretensión, y la muerte violenta del legado latino, L. Annio, que en la tradición aparece como un hecho prodigioso, atestiguan, no tanto el orgullo romano, como aquel poderoso espíritu de ciudadanía, que era ya para Roma una segunda religión.
La guerra estaba, pues, decidida, y ambas partes tenían perfecta idea de su importancia; por esto los romanos llevaron al Consulado dos valientes capitanes, T. Manlio Torcuato y P. Decio Mure, y las ciudades latinas reunieron sus mayores fuerzas. Fue también gran ventura para Roma que en esta guerra no entrasen ni los volscos ni los ecuos: los primeros, vencidos en Satrico por el cónsul Plaucio (413-341 antes de Jesucristo), no tuvieron tiempo ni modo de aprovechar la ocasión propicia a su revancha; y los segundos permanecieron también inactivos: y de aquí la brevísima duración de la guerra romano-latina. Como en la primera samnítica, así en esta bastó una sola campaña para decidir la suerte de las armas (414 de Roma). Los confederados acamparon en la vecindad del monte Vesubio, en la creencia de que los romanos irían a atacarles por una de las dos vías directas que debían llevarlos, o en medio de los volscos, o en medio de los auruncios, que eran igualmente sus enemigos. Pero el buen acuerdo de los cónsules elegidos evadió el insidioso cálculo: en lugar de pasar el Liri por su curso superior, o junto a su embocadura, los romanos remontaron las fuentes del río, atravesando las tierras de los marsios y pelignios, que permanecían extraños a la contienda, y no tenían contra Roma ánimo hostil. De este modo la hueste romana pudo penetrar en Campania sin encontrar enemigo alguno, y librar batalla a los latinos sobre el mismo terreno por ellos elegido. Dos hechos, uno precedente a la lucha, y otro que tuvo con ella efecto, patentizan la superioridad de las armas romanas sobre aquellos enemigos de la República.
Visión marítima del monte Vesubio
Para evitar el peligro de que la antigua comunidad de los dos pueblos latino y romano no crease relaciones de simpatía entre los dos ejércitos, los cónsules habían dado órdenes severísimas, entre las cuales se contó la prohibición de aceptar retos o combates particulares sin autorización del jefe supremo. El hijo del cónsul Manlio desobedeció este mandato; enviado con un cuerpo de caballería a explorar los movimientos del ejército enemigo, no supo resistir la provocación de un caballero tusculano, y lo tendió muerto a sus pies. Vuelto al campo, pagó con la vida su desobediencia. El inexorable padre declaró ante el ejército que entre el sentimiento de la familia y el deber de la patria no podía ser la elección dudosa; e hizo decapitar a su hijo, después que hubo recibido la corona triunfal que le esperaba. Manlio fue por ello objeto del odio público, y la frase imperia Manliana llegó a tener proverbial significado de horror; pero él cumplió su objeto; el ejército le prestó incondicional obediencia, y la victoria fue suya.
El otro hecho fue el sacrificio de Decio Mure. Los dos cónsules, antes de empezar la batalla, habían hecho el voto de que si uno de los dos ejércitos, que respectivamente mandaban, retrocedían en la pelea, su jefe se sacrificaría voluntariamente a los dioses manes y a la madre Tierra, para arrebatar al enemigo la victoria. Ya la pelea había comenzado junto al Vesubio, y los astati del ala izquierda habían llevado la peor parte en el primer encuentro. En este momento crítico, el cónsul Decio llama junto a sí al pontífice Valerio, y, cubriéndose la cabeza con la toga, pronuncia solemnemente la fórmula sacramental con que hacía testigos a los dioses de que por la salud de la República y del ejército romano ofrecía a los manes y a la Tierra su persona, las legiones enemigas y sus auxiliares. Y dicho esto saltó sobre su caballo de batalla y se lanzó como un genio exterminador en medio de las contrarias filas. Y el acto magnánimo dio sus frutos: las legiones, enardecidas por el gran ejemplo, vuelven con nuevo ardor a la lucha; los enemigos, ya asombrados ante el sacrificio de Decio, son puestos en desbandada por una estratagema de Manlio; el cual, habiendo hecho vestir a la reserva el traje de los triarios, llegó al campo con estos cuando ya el enemigo tenía agotadas sus fuerzas y se hallaba incapaz de recomenzar la lucha. Entonces el jefe de los latinos, Nunisio, se retiró con las avanzadas de su ejército hacia el Liri inferior, y desde allí llamó a todos los hombres válidos del Lacio a tomar las armas y correr en su auxilio. Pero Manlio no dio tiempo de organizarse a las nuevas fuerzas, sino que las asaltó en Trifano, orilla izquierda del Liri, y las deshizo.
La suerte de la liga latina estaba cumplida. En la Campania el derrotado partido aristócrata ofrece a Roma la patria; y en el Lacio cesa toda acción común de las ciudades, cada una de ellas se aisla, e intenta una resistencia suprema, o se rinde, según el partido que las domina. El desfallecimiento de aquel pueblo era tan general y profundo, que no supo siquiera aprovecharse de las dificultades internas que trabajaron a Roma en el siguiente año para hacer con sus fuerzas unidas un último esfuerzo. Y cuando en el 416 (338 antes de Jesucristo) los dos cónsules L. Turio Camilo, hijo del gran dictador, y C. Menio comparecieron en el Lacio, no hallaron más que algunas ciudades que reducir, pero no un pueblo que combatir; y bastaron dos encuentros parciales (sobre el Astura y en Pedo) para hacer cesar toda resistencia. El Lacio había cerrado el libro de su historia.
Ya la República romana debía aplicar por vez primera en grande escala su genio organizador. Dos vastas regiones habían entrado en el estado quiritario, y convenía presentar a los nuevos súbditos la conservación y del desarrollo del nuevo orden de cosas como más conveniente a sus intereses que la propia restauración de su estado antiguo. Había tenido este por fundamento la independencia nacional: en el nuevo, el interés general cedía su puesto a los intereses particulares. A la igualdad fueron, por tanto, sustituídas las jerarquías civiles y políticas, a la fraternidad las rivalidades, que habían de ser instrumentos inconscientes de la servidumbre. Llegando a ser extrañas la una clase a la otra por la diferencia de sus condiciones, se las redujo a la imposibilidad de asociarse para vencer una dependencia diversamente apreciada; y si fue posible alguna acción común, consistió en la emulación para captarse el favor de la República soberana, o para conseguir y conservar los privilegios obtenidos. Así la política del divide et impera, que de allí en adelante se verá convertida en razón de Estado, daba en el Lacio sus primeros frutos; de ella nacerá, como lógica y necesaria consecuencia, el principio expresado en la famosa frase majestatem populis romani comiter observare, que vendrá a ser la regla universal de conducta con las naciones vencidas.
En el nuevo arreglo del Lacio se pueden apreciar dos momentos o aspectos distintos. El uno es de caracter general y de acción prohibitiva: Livio lo describe con la siguiente frase escultural: Latinis populis connubia comerciaque et concilia inter se ademerunt. No hubo, pues, ni asociaciones políticas, ni consorcios civiles, ni relaciones comerciales entre las ciudades del Lacio; o lo que es lo mismo, no hubo entre ellas vínculos morales ni materiales. El otro aspecto, o momento, es de caracter individual y de acción positiva, puesto que estableció los derechos y las obligaciones que a cada ciudad se reservaron. Roma concedió a algunas de ellas, como premio de su pronta sumisión, la civitas cum suffragio, o, como hoy se diría, la ciudadanía activa. Este tratamiento tuvieron Túsculo, Lanubio, Aricia y Nomento. Laurento mereció excepcional distinción, en premio de su constante fidelidad: Roma reconoció su independencia, y concertó con ella una alianza sobre la base de la igualdad mutua.
Otras ciudades tuvieron la civitas sine suffragio, que las excluía de los derechos políticos. Y esta condición de servidumbre a medias, tocó a Velitre (con la agravación del destierro de los senadores y del desmantelamiento de sus murallas); y tocó también a Lavinio, Fondi, Formia y las ciudades de Campania, Cuma, Suesula y Capua, con exclusión en esta última de la clase de los caballeros, que obtuvo por su fidelidad la ciudadanía perfecta. Tiburi y Preneste, que habían extremado su resistencia, perdieron parte de su territorio.
También dio el nuevo arreglo del Lacio ocasión a Roma para desarrollar su sistema colonial. Este sistema consistía en establecer en las tierras sometidas un cuerpo de ciudadanos (coloni) entre los cuales se distribuía la tercera parte de las posesiones de los vencidos. Y como las ciudades, también las colonias tuvieron sus jerarquías; y hubo colonias latine, privadas del derecho de sufragio, y romane y maritime, que lo tenían. Entre las latine se contaron Cales (420-334 antes de Jesucristo) y Fregela (426-328 antes de Jesucristo), fundadas con el objeto de proteger las conquistas meridionales; y Ancio y Terracina entre los volscos, abrieron la serie de las colonias de primer grado.
Corolario de esta ordenación del Lacio y la Campania, fue la creación de dos nuevas tribus romanas llamadas Mecia y Scapzia, fundadas en 422 (332 antes de Jesucristo) por los censores Q. Publilio Filón y Sp. Postumio Albino. A ellas se unieron en el decenio siguiente otras dos, la Ufentina y la Falerna, cuyo territorio se extendía hasta Campania: por lo cual el número de las tribus romanas subió a treinta y uno, y el de los ciudadanos, que en el censo del año 415 (339 antes de Jesucristo) sumaban 160.000, se halló en veinte años aumentado con 90.000. Este rápido aumento hará de aquí en adelante a la previsora República menos pródiga en conferir su ciudadanía.
Era la vez primera que el mundo antiguo daba el ejemplo de una aplicación tan templada y sagaz del derecho de conquista. La violencia que en otras partes, y en la Grecia misma, fue erigida en razón de Estado de los vencedores sobre los vencidos, desapareció en Roma con la victoria final, para dar lugar a una especie de compromiso inspirado por la previsión. Esto explica como sucedió que, mientras los Imperios de Esparta y Atenas no llegaron nunca a consolidarse, y tuvieron corta existencia, el de Roma adquirió por el contrario tal solidez y consistencia, que lo hicieron capaz del mayor acrecentamiento que el mundo ha presenciado.
Guerreros samnitas

1 comentario:

Anónimo dijo...

Amiable post and this fill someone in on helped me alot in my college assignement. Say thank you you on your information.