domingo, octubre 09, 2005

V
LOS ITALIOTAS
El centro peninsular se presenta desde los días más remotos habitado por una estirpe a la que constantemente se ha llamado italiota, por servir ella de pedestal, digámoslo así, a la importancia histórica de nuestra nacionalidad. Esta estirpe comprende dos grandes familias o pueblos, los latinos y los umbrios. A juzgar por los sitios que respectivamente ocuparon en Italia, y por las huellas encontradas en sus residencias anteriores, debe inferirse que no llegaron a la península en un tiempo mismo. Vinieron primeramente los latinos y se extendieron a lo largo de la vertiente occidental, ocupando las regiones que de ellos recibieron los nombres de Lacio, Campania, Lucania y Brucio. Allí se dividieron en diversas ramas, que fueron las de los latinos propiamente dichos, oscos, ausonios, aruncios, enotrios o italos, y sículos. Éstos últimos, después de ocupar por algún tiempo el Lacio, empujados por otro pueblo itálico, a quien la tradición llama aborigen, emigraron hacia el Mediodía, y, pasando el estrecho de Mesina, fueron a establecerse en la isla que por ellos se nombró Sicilia.



La suerte de estos pueblos fue bastante diversa. Aquellos que ocuparon las comarcas meridionales, esto es, la Campania, la Lucania, el Brucio y la Sicilia, decayeron prestamente ante el poderío y la mayor cultura de las colonias griegas, o se sometieron a la influencia más viril de los sabinos. Pero los del Lacio, que se libró de la colonización, supieron mantener pura y exenta de toda heterogénea mezcla su individualidad étnica.

Los umbrios llegaron, como hemos dicho, a la península después que los latinos. Todavía en tiempos de Herodoto (siglo V antes de Jesucristo) moraban al pie de los Alpes; y es probable que antes de la venida de los rases, dominaron todo el territorio comprendido entre la cordillera y el Tíber. Batidos junto al Po por los galos y junto al Arno por los etruscos, los umbrios fueron avanzando hacia el Sur, hasta llegar a situarse en el angosto suelo montuoso, limitado por los dos brazos del Apenino, que tomó de ellos su nombre.

Pero la rama principal de los umbrios, la de los sabinos, esparcióse por los montes Abruzos, ocupando primero el valle del Amiterno, que es tenido por cuna de la gente sabélica. Desde allí fueron dilatándose, avanzando unos por Occidente hacia el valle del Tíber, los otros por el Mediodía hacia la Campania y la Apulia. Antes de que existiese Roma, ya este doble movimiento era un hecho, y los sabinos occidentales se habían adelantado hasta la llanura del Tíber, deteniéndose en Cure, al Norte del Anio. Una nueva etapa debía más tarde conducirlos al Lacio, donde les aguardaba un gran porvenir.

Los sabinos del Mediodía, con el nombre de samnitas, ocuparon también nuevas comarcas, y se constituyeron en una serie de federaciones, según la vieja costumbre de su raza. Pero esta organización de las gentes sabélicas, así las antiguas de los marsos y de los pelignios, como las nuevas de los samnitas, les privaba de un centro de ciudadanía capaz de mantenerlas unidas y sostenidas por un mismo espíritu; y de aquí la relajación del vínculo federal, que debía hacer sentir sus funestos efectos en el día del peligro.

Aquel grande esparcimiento de la estirpe sabélica por las comarcas apenínicas debióse, en rigor, a una costumbre que, si bien era practicada igualmente por los otros itálicos y por los helenos, lo fue, sin embargo, con mayor constancia y medida por los sabinos, a quienes a ello inducía en cierto modo la naturaleza montuosa de su región. Consistía este uso en dedicar en tiempo de guerra desastrosa, de carestía o de peste, a los dioses infernales, y especialmente a Marte, todos los nacidos de ambos sexos que veían la luz en la primavera más próxima a tales plagas; y aquella primavera se llamaba Ver Sacrum. Andado el tiempo, y más templado el rigorismo de las leyes religiosas y civiles, el abominable rito fue abandonado y sustituido por el voto público de mandar los nacidos en la primavera sacra, apenas llegasen a la pubertad, a buscar tierra y albergue en otra parte. Y así fue como se crearon las numerosas colonias sabinas; y la del Quirinal, que fue entre todas de excepcional importancia, tuvo aquel mismo extraño origen.

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